Se acerca el final del curso académico y, con ello, el fin de una importante etapa vital para muchos jóvenes. La mayoría simplemente pasa de curso (lo repite en el peor de los casos) o cambia de ciclo, pero un selecto grupo de jóvenes se enfrenta a su primer abismo, su primera gran decisión, su primera oportunidad experimentar esa libertad que llevan reclamando años sin conocer exactamente su verdadero significado, y sus implicaciones.
Ser libre implica poder elegir. Cuanto mejor hayamos hecho las cosas, mayor abanico de potenciales elecciones se abrirá ante nosotros. Y en ese proceso de elegir libremente conectamos con la angustia de todo aquello a lo que tenemos que renunciar. No hay otra fórmula, toda elección conlleva múltiples renuncias. Y para eso no nos han preparado, sólo la experiencia y la madurez nos ayudará a sobrellevarlo.
Llega el momento de dar el salto a la vida: de convertirse en adulto y empezar a hacerse cargo de uno mismo. Dependiendo de la historia de vida de cada uno, este salto puede darse al abandonar el instituto o después al terminar el resto de nuestra formación (normalmente universitaria). Hasta entonces, de un modo u otro, a todos nos ha protegido el paraguas familiar. Pero, a partir de ese momento, el camino que hasta el momento veníamos siguiendo deja de tener un trazo claro. La guía se ha perdido para siempre.
Porque pensándolo bien, es muy reducido el margen de maniobra del que disponemos a lo largo de nuestra adolescencia. Por muy democráticos que sean los padres a la hora de involucrar a los hijos en las decisiones que toman y darles las explicaciones pertinentes, el camino es claro para todos: educación obligatoria prácticamente hasta los 16, bachillerato (o alternativas), y después la carrera si procede. La estructura básica está ya diseñada. El resto de elecciones (deportes, actividades extra escolares, aficiones, itinerarios…) son más bien de cartón piedra, no tienen verdadera entidad para alterar la estructura. Pero el guion que se ha escrito para nosotros llega a su fin, y cuando ya no disponemos de una directriz clara que dirija nuestro rumbo todo pasa a depender de uno mismo. El peso de la responsabilidad es abrumador.
Es frecuente que en estos momentos aparezcan emociones tan incómodas como el miedo o la ansiedad, sin que la persona tenga muy claro cuáles son sus desencadenantes directos. El miedo llega a generalizarse, cuesta distinguirlo de la desmotivación o la apatía, y abarca esferas tan vastas y profundas de la vida de un individuo como la percepción del futuro o incluso el sentido de la vida. Nuestra primera toma de contacto adulta con el miedo al futuro y el miedo a la muerte; que llegan a provocar un sufrimiento que se percibe como incontrolable.
¿Qué nos está pasando? ¿Por qué aparecen toda esta serie de dramáticas emociones? Pues bien, en cierta medida estamos enfrentándonos a una de nuestras primeras pérdidas vitales y por lo tanto, elaborando un duelo. No se nos ha muerto nadie, pero empezamos a dejar atrás una parte de nuestra identidad. Nos perdemos a nosotros mismos, abandonamos roles que jamás volveremos a ocupar, nos desprendemos de la vida tal y como la habíamos concebido hasta ese momento.
Y ahí estás tú, padre o madre entregado, con tu hijo en el inicio de su vida adulta, enfrentándote a tus propios miedos y tratando de ayudarle a lidiar con los suyos. ¿Qué puedes hacer para acompañarle en este proceso?
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