Estamos en medio de una situación de estrés generalizado que la pandemia nos obliga a vivir. Con una sociedad psicológicamente muy resentida a causa de las incertidumbres sanitarias, económicas, profesionales y sociales a las que a todos nos es imposible escapar. Pero resulta que la vida sigue y que aquellas cosas que antes nos afectaban, ahora también siguen aconteciendo, como el cambio de hora. Así son las cosas, no hay tregua.
Este fin de semana se repite de nuevo el tan controvertido ritual del cambio de hora. Si bien parece que, a lo largo de los últimos años, se ha ido logrando cierto consenso político para poner fin a este incómodo trance semestral, lo cierto es que aún nada se ha materializado. Las razones por las cuales se argumenta en contra del cambio de hora son muchas y muy variadas, de diversa índole y con diversas implicaciones. Pero no podemos por menos que mencionar también las molestias psicológicas que tal cambio lleva aparejadas. Y ya que concluya cada uno si considera que es un cambio necesario o no.
Sí, es innegable. Quizá no a todos, pero sí a casi todos. Eso sí, desde luego no nos afecta a todos por igual. Pero, si se trata solo de una horita arriba una horita abajo, ¿cómo es que el cambio de hora tiene repercusiones sobre nuestro estado psicológico?
Pues bien, muchas de las funciones más importantes de muchos de nuestros órganos dependen de los ciclos de sueño vigilia, de los ritmos circadianos de nuestro organismo y por lo tanto también de la fabricación, secreción y liberación de diversas hormonas. Algunas de las que más no suenan son la melatonina y el cortisol, que nos acompañan en la transición al sueño y a la vigilia respectivamente. Estas, si todo va bien y tenemos una adecuada rutina de sueño, cada día entran en acción aproximadamente a las mismas horas.
Por ello, no es de extrañar que un cambio de sincronía procedimental en este ámbito provoque una pequeña o gran desestabilización. Una que nuestro organismo acusa y que cursa habitualmente con dificultades para conciliar el sueño, cansancio, agitación o incluso problemas de concentración.
En la mayor parte de los casos estos son los síntomas de los que más nos quejamos. En casos más graves, en personas más sensibles, con mayor necesidad de seguir rutinas para sentirse equilibradas en lo emocional o en personas que habitualmente ya tienen dificultad para dormir y descansar, estos síntomas pueden llegar a complicarse, experimentando síntomas más severos de ansiedad, sensación de descontrol o irascibilidad.
Además, el cambio de hora de otoño acarrea habitualmente algunas dificultades específicas que lo diferencian del de primavera. En octubre se adelanta el reloj y con ello se pierden progresivamente cada día horas de luz. La disminución de la exposición a la luz solar, como la falta de estimulación lumínica en general, favorece la aparición de síntomas depresivos y aumenta la aparición de sensaciones de apatía, desmotivación o ideas de desesperanza.
En cualquiera de los casos, siempre que no hablemos de un proceso no patológico, no debes preocuparte en exceso pues estos síntomas duran entre 2- 3 días a 7- 8 días. Es decir, que nos acompañan solo durante un periodo de tiempo más que razonable como para no alarmarse ni sufrir en exceso mientras nuestro cuerpo se reajusta y nuestro organismo recupera el equilibrio. Por lo tanto, en ese pequeño periodo de adaptación, es muy importante no reinterpretar los síntomas. No darles una importancia que no tienen y no atribuírselos a ninguna otra causa más importante.
Además, cabría preguntarse si este año en concreto, con la que está cayendo, este desequilibrio puede afectarnos de alguna manera especial. A priori cabría esperar que esta minucia pasara desapercibida al lado de todas las renuncias que hemos hecho, los cambios que hemos sufrido y la incertidumbre ala que nos enfrentamos. Máxime cuando pasamos más tiempo en casa y hemos limitado nuestras actividades sociales o al aire libre. Sin embargo, no conviene confiarse. Todos los factores de estrés suman, y cualquiera de ellos, por pequeño que sea, puede ser el que desencadene un cuadro psicológico marcado por el malestar físico y el sufrimiento psíquico.
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