El síndrome de la silla vacía es un viejo conocido de los psicólogos, especialmente de quienes hacemos habitualmente intervención en duelo. Y, precisamente acerca del duelo existen multitud de mitos, generalizaciones y habladurías. Se dice que el duelo dura un año y con ello muchas personas se sienten culpables. Ya sea porque sienten que han conseguido encontrar algo de paz o de sosiego antes de los 12 meses o porque pasada esa fecha siguen percibiéndose profundamente dolientes.
El duelo dura lo que tiene que durar. Es un proceso activo de aceptación de la realidad y reubicación emocional del fallecido, que cada uno hace a su ritmo. Superando sus tareas incluso en distinto orden y encontrándose con sus particulares monstruos. Lo que sí es común a todos es esa maldita sensación de la silla vacía. Ese efecto tan doloroso de vivir, por primera vez, una fecha señalada sin la compañía de los que se han ido. En algunas ocasiones lo de la silla vacía es literal, y físicamente hay un lugar en la casa que queda desierto. Qué imagen tan difícil de digerir.
La primera Navidad, la primera Semana Santa, el primer cumpleaños… Nuestra mente no concibe esos hitos anuales sin nuestros seres queridos. No dispone de ningún recuerdo sin esa persona y todo nos recuerda ella. Todo nos duele de su ausencia. Una sucesión de primeras veces indeseadas. El choque entre las expectativas y la realidad, entre el amor y la pérdida, entre la alegría del pasado y la añoranza del presente.
El síndrome de la silla vacía hace alusión a un dolor nostálgico interno, muy profundo, que se vive casi como una amputación. Como si nos estuvieran arrebatando un pedacito de nosotros mismos y de nuestra identidad.
Este año confluyen unas cuantas macabras circunstancias. Es inmensamente mayor la proporción de personas que se enfrentan a esta situación – este ha sido un año marcado por las pérdidas – y muchas de esas personas están inmersas, además, en un duelo complicado por lo abrupto del fallecimiento o por la imposibilidad de la despedida.
Además de que se suman muchas otras sillas vacías: esas de quienes no pueden estar porque somos más de seis o porque lo responsable es que no salgan de sus casas porque el riesgo que corren es real y es inmenso. ¿Cómo hacer para transitar entre tanto dolor? Las pautas psicológicas son claras, y todas ellas apelan a la activación de nuestros más potentes factores de protección.
Apoyémonos en los que sí están, vinculémonos a ellos más íntimamente que nunca, ventilemos nuestras emociones, compartamos los recuerdos, no nos culpemos por sentir el vacío de la nostalgia, utilicemos todos los rituales simbólicos que estén a nuestro alcance para enaltecer la memoria de los que se han ido y resignificar su existencia a través de la trascendencia.
Permitámonos también, por qué no, alternar momentos de tristeza con alguna que otra sonrisa compartida. Porque celebrar nuestra vida también es honrar la de quienes tuvieron que marcharse. El dolor de las vivencias irrepetibles es inmenso, pero va acompañado de la responsabilidad de construir nuevas tradiciones en las que queden impregnados los aprendizajes y las experiencias de nuestros seres queridos.
Recordemos precisamente eso, el carácter transitorio y extraordinario de las Navidades del 2020 que pasarán a la historia. Una de cada cinco personas mayores pasará estas fiestas en soledad. Así lo atestigua un estudio de la plataforma online Cuidum. El problema de la soledad en la tercera edad es una lacra social que debería avergonzarnos por cuanto supone de frialdad y falta de respeto hacia quienes nos dieron la vida.
Pero, al margen de ese problema estructural que sin duda hemos de vencer a base de intervenciones comunitarias y psicosociales, muchas de esas personas, este año, han decido estar solas porque no quieren contagiarse. Porque son conscientes del riesgo y no quieren poner en riesgo ni su salud ni la de los suyos. A esas personas hay que repetirles hasta la saciedad que nos resarciremos de esta maltrecha celebración. Hay que prometer y cumplir con ellos planes de futuro tangibles, hay que proporcionarles una expectativa realista acerca de cómo será nuestro reencuentro.
Es importante que nadie se tome este año la distancia o la soledad como algo personal y que nos preparemos con ilusión para la auténtica vuelta a la normalidad. Porque ahora sí que tenemos horizonte. La satisfacción de hacer las cosas bien es, en este sentido, nuestra mayor motivación. Y por eso todo el afecto y toda la contención física de los que hoy prescindimos quedan pospuestos, no cancelados.
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