Robar es una palabra muy fea. Por eso, a menudo tendemos a edulcorarla y la sustituimos por otras como “quitar” o “sisar”. En cualquier caso, robar es robar, y quiere decir coger lo que no es de uno. Este es un hecho que sucede a menudo en niños y adolescentes, pero no por ello deja de ser inquietante para los padres, y es algo que debemos corregir. ¿Es normal que los niños roben? ¿Qué podemos hacer si pillamos a nuestro hijo haciéndolo?
Al referirnos a los robos, es verdad que hay casos y casos. La potencial gravedad del hecho de robar va a depender de factores como la cuantía o de que el robo vaya acompañado de violencia y daños materiales. De hecho, existen tanto situaciones agravantes como atenuantes contempladas por la ley. Y en el caso de los niños no podía ser menos, empezando por la edad.
Que casi todos los niños roban alguna vez es un hecho, aunque a su favor podemos decir que suelen ser cosas menores. Por otra parte, es muy importante considerar la edad del niño, porque en etapas tempranas de su desarrollo puede ser esperable, al no estar todavía configurados en el pequeño algunos conceptos como el de la pertenencia o siquiera el del “bien y el mal”. Por edades, así entienden los niños la propiedad privada:
Dicho esto, no es infrecuente que los niños comentan pequeños robos o hurtos con pleno conocimiento de causa, después de los nueve años y hasta bien entrada la adolescencia. Nuevamente, cuanto más pequeños son los niños, más pueriles son sus motivaciones, y por ello más fáciles de perdonar. Así y todo, no por ello debemos dejar de corregirlas, alegando siempre el valor del respeto hacia los demás y la empatía, con ejemplos que ellos comprendan. Algunas de las razones por las que los niños pueden robar son las siguientes:
Los actos de “gamberrismo” (robar comida o bebidas en el súper, entrar en una propiedad privada…) pueden acentuarse en la adolescencia, momento en que se pueden precipitar pequeños actos delictivos en grupo. No es infrecuente que “niños de dinero” y a los que no les falta de nada roben simplemente por divertirse y por ser un reto divertido para ellos. En esta situación, a estos niños les ampara (o eso creen ellos) la condición de anonimato y difusión de la responsabilidad que se genera en la acción grupal.
Como suele suceder a menudo, hay que predicar con el ejemplo, y el sentido común ha de obrar para todos. En primer lugar, para los mismos adultos. Aunque parezca una obviedad decirlo, los padres deben ser un modelo a seguir en todo momento, y no mandarles mensajes contradictorios a sus hijos.
Así, por ejemplo, si el pequeño ve que su padre trae material de oficina a casa (bolis, fólios, grapadoras…), pensará que lo normal es cogerlo. También pensará que no tiene nada de raro llevarse el albornoz de los hoteles si sus padres lo han hecho de toda la vida, o que no es ilegal pararse en un huerto a pie de carretera a coger frutas de los árboles en una propiedad privada. Por el contrario, si el adulto y modelo a imitar ofrece un modelo de conducta adecuado, el niño lo asumirá como normal y será lo que haga tanto de pequeño como en la edad adulta.
Tras observarse algún robo o sustracción en una edad en la que el niño es plenamente consciente de que lo que ha hecho está mal, es importante averiguar las razones por las que ha obrado así. En función de la seriedad de los hechos, los padres tendrán que hablar con su hijo largo y tendido para tratar de entender cuáles han sido sus motivaciones.
En casos normales, una buena charla reprobatoria explicando por qué no se puede robar y la importancia de respetar a los demás debería ser suficiente. Si ha sido algo grave, a la reprimenda habría que añadirle alguna acción disciplinaria bien explicada e inmediata al acto delictivo. Tengamos en cuenta que los niños adolescentes, aunque hagan algo que sepan que está mal, cuando lo hacen para divertirse, con frecuencia se les puede ir de las manos al no tener conciencia de la gravedad de las consecuencias de sus actos.
La actitud parental deberá ser en todos los casos seria y severa, pero sin incurrir jamás en la violencia, en los gritos o en el castigo físico, que no harán sino agravar la situación y que el niño se bloquee. Muy al contrario, como padres, deberán mostrarse comprensivos y dispuestos a escuchar desde el cariño y protección incondicional. Sólo así conseguirán que el niño se exprese sin miedo para poderlo corregir y que no se repitan acontecimientos similares.
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