La fatiga pandémica hace referencia al conjunto de consecuencias psicológicas y emocionales que directa o indirectamente se desprenden de las implicaciones, limitaciones y daños la pandemia ha tenido para todos nosotros, y que han condicionado nuestras vidas a lo largo de un periodo de tiempo que es ya más que considerable. De hecho, un periodo de tiempo excesivo a lo largo del cual no hemos dispuesto de variables certeras de control o de predicción.
Por lo tanto, no se trata de un simple hartazgo generalizado, sino de algo más complejo. De una reacción anímica, cognitiva y fisiológica crónica o en vías de cronificación, ante un contexto estimular estresante sostenido en el tiempo y con gran impacto en el normal desarrollo de nuestras actividades cotidianas. Por ello, la fatiga pandémica puede manifestarse bajo la aparición de cuadros emocionales relativamente variables de una persona a otra, en cuanto sus componentes principales y su intensidad. Entre ellas se encuentra el miedo, tristeza, ira, enfado, desesperanza, apatía, desmotivación e incluso anhedonia.
Además, puede venir acompañada de otras manifestaciones somáticas que no solo son incómodas, sino que pueden llegar a interferir notablemente en nuestros niveles de desempeño. Por ejemplo, dificultad para concentrarse, problemas para conciliar el sueño, enlentecimiento psicomotor, dificultades para pensar con claridad, sensación de niebla mental, dificultades a la hora de tomar decisiones.
Manifestaciones a la que además hay que sumar las limitaciones que afectan a nuestro abanico de movimientos y al despliegue de muchas de las estrategias de afrontamiento más maduras de todas cuantas dispone el ser humano. Todas ellas pasan por la vinculación con los demás, y el nefasto concepto de distanciamiento social, desde lo psicológico, atenta directamente contra ese principio básico de salud mental.
Entre estas limitaciones nos encontramos con restricciones en la búsqueda de apoyo, dificultades en la obtención de contacto y contención por parte de otros. También impedimentos a la hora de introducir actividades sociales en nuestras rutinas, distanciamiento social con conocidos e imposibilidad de conocer gente nueva. A esto se suman los intercambios e interacciones limitadas de manera generalizada, aislamiento obligado, o voluntario, en nuestras casas, tiempo y actividades de ocio y esparcimiento condicionados… Y una enorme disminución de todos los reforzadores de los que habitualmente disponemos en el medio en el que nos movemos.
En general, la fatiga pandémica nos está afectando a todos de un modo u otro. Y es que son muchas las decisiones que han dejado de depender de nosotros, y es mucho el tiempo de anormalidad cotidiana que llevamos a las espaldas. Se acumulan ya los incómodos cambios que hemos tenido que introducir en nuestro hábitos diarios. Y ante tanta incertidumbre, hemos llegado a tener la sensación subjetiva de que, en ocasiones, nuestras vidas han dejado de ser nuestras, y la planificación de nuestro futuro está fuera de todo nuestro control.
Esto en términos generales, pero, además, la fatiga pandémica afecta especialmente a personas que ya hubiesen padecido algún tipo de problema ansioso depresivo con anterioridad. Personas que pueden ser psicológicamente más vulnerables frente al padecimiento de este tipo de cuadros sintomáticos. En este grupo podemos incluir también a aquellos a los que siempre les ha costado especialmente lidiar con la incertidumbre, personas excesivamente necesitadas de control, personas con tendencia a la preocupación o la rumiación cognitiva, personas hipocondriacas, etc.
Un dato curioso y también muy explicativo es que los datos de mayor incidencia de síntomas de ansiedad y depresión se apreciaron, en los primeros meses, entre los más jóvenes y entre los más mayores. Tiene todo el sentido del mundo. Los jóvenes con toda la vida por delante que ven truncadas todas sus expectativas en el momento justo de desplegar las alas, y que se sienten frustrados e indefensos. Y las personas que encaraban sus últimos años de vida con un inmenso deseo de poder disfrutar de todo cuanto fura posible, y para los cuales unos meses de encierro representan una imperdonable porción de tiempo perdido.
También, como es lógico, la fatiga pandémica es más acusada en aquellas personas que más se han visto golpeadas por las derivadas de la pandemia, y todas sus implicaciones. Personas que han perdido el trabajo, cuyas rutinas diarias o actividades específicas se han visto constantemente limitadas, cuyos negocios llevan meses a expensas de cierres y otras decisiones externas, etc.
Todo ello, por no mencionar las situaciones más graves, las de las familias que han sufrido la pérdida de sus seres queridos o han sufrido con la enfermedad. En estos casos no hablaríamos ya de fatiga pandémica, sino de un cuadro psicológico mucho más complejo y también más grave a nivel clínico.
En términos generales, la fatiga pandémica hace alusión a un cuadro de desmotivación generalizada. A partir de ahí, son muchas las derivadas emocionales que conlleva. Apatía, agotamiento físico y mental, dificultad para disfrutar de las cosas de las que antes sí éramos capaces de disfrutar… Incredulidad, desafección, impotencia, desgana y desidia que cursan con dificultades para acatar las normas establecidas, desconcierto…
Precisamente esa desafección hacia las normas es lo que a la OMS más preocupa acerca de la fatiga pandémica. Personas que no son necesariamente irresponsables o negligentes pero que ya empiezan a tener serias dificultades para seguir las normas. Personas que sienten una profunda decepción con la mayor parte de los organismos o instituciones implicadas en la gestión de la pandemia, y que sienten muchos de sus enormes esfuerzos han sido en vano por haber sido mal dirigidos. La tristeza, la indefensión y la desafección como telón de fondo del 2020, y lo que queda de 2021.
Este cuadro anímico y motivacional se suma a la vertiente cognitiva de este padecimiento. La aparición de pensamientos negativos e intrusivos, en ocasiones irracionales, que no por ello dejan de generar malestar o de afectar a nuestros niveles de rendimiento.
Como no podía ser de otra manera, y para completar este cóctel, las consecuencias de los síntomas emocionales y cognitivos que nos acompañan desde el inicio de esta convulsa etapa acaban vehiculizándose físicamente. Nuestro cuerpo acusa el cansancio y aparecen muchas otras manifestaciones somáticas o fisiológicas. Entre ellas destacan problemas de sueño, nerviosismo, irascibilidad, frustración, mala gestión de los conflictos, dificultades para concentrarnos, o incapacidad para tomar decisiones.
Lo que acusamos, a fin de cuentas, es una especie de “bloqueo transitorio” de nuestras vidas. Al que hay que añadir el agravante de que esa transitoriedad se nos está haciendo eterna.
Para sobrellevar esta etapa de la mejor manera posible se hace imprescindible trabajar tanto en el plano comportamental, como en el plano mental.
En el primero de ellos, cuidarnos físicamente es muy necesario. Procurar una buena higiene del sueño, disponer de rutinas estructuradas que nos permitan dormir cerca de 8 horas diarias, seguir una alimentación saludable y hacer algo de ejercicio físico, aunque sea de manera moderada, pero diaria. Puede ser de ayuda complementar esta rutina con ejercicios de relajación o de meditación, dedicando cada día unos minutos a mejorar estas técnicas.
Y, en paralelo, para no descuidar nuestra cabeza y nuestras emociones, es importante que contemos también con espacios de ocio, adaptados al contexto actual, por supuesto. No nos olvidemos de seguir dedicándole tiempo a todas las actividades que nos gustan, aunque sea necesario adaptarlas. No dejemos de cuidar nuestras relaciones familiares y sociales, aunque hayamos de hacerlo siempre al aire libre o, incluso, de manera telemática.
Reconocer y ventilar nuestras emociones, tanto interna como socialmente, es siempre una estrategia de afrontamiento acertada. Y, por último, es importante que aprendamos a tolerar la incertidumbre desde la aceptación. De todo lo que no está en nuestra mano cambiar, pero asumiendo las responsabilidades que sí que podemos gestionar. Debemos vivir muy centrados en el presente y fijarnos metas muy asequibles y de corto alcance, que mantengan nuestra motivación a flote.
Cuando el bombardeo de malas noticias es desbordante, cuando nos sentimos superados por las cifras o abrumados por el sufrimiento de otras personas, no está de más dosificar el tiempo de exposición a la información. También, cuando toda nuestra vida lleva tiempo girando en torno a las mismas temáticas necesitamos poder liberar algo de espacio mental. Sobre todo para evitar que algunas preocupaciones se vuelvan obsesivas. Y de paso que la búsqueda de información sea una compulsión malsana en busca de una falsa sensación de alivio y de control frente a lo auténticamente incontrolable.
Estar informados es una responsabilidad, pero también se hace necesario mantener el equilibrio. Es demasiada la adversidad a la que hemos hecho frente y algunas personas son especialmente sensibles y se fusionan con el negativismo y el pesimismo. En cualquier caso, lo que se debe procurar siempre es obtener datos e información de fuentes solventes y contrastadas. No hay que informarse a través de redes sociales y debemos asimilar con mucha racionalidad todo aquello que recibimos del entorno.
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