Se habla mucho estos días del odio y del asesinato de Samuel, un joven de 24 años que murió a golpes en A Coruña en la madrugada del sábado 3 de julio de 2021. Con la investigación aún en marcha y bajo la presunción de un deleznable móvil puramente homófobo, resulta también especialmente lamentable que la repulsa social que tan terrible crimen ha generado en la sociedad haya tenido que chocar, precisamente, con el inconmensurable e inimaginable dolor del padre del chico asesinado. Él no quiso que el brutal fallecimiento de su hijo se relacionase con ningún tipo de símbolo político, y ello le ha colocado en la diana de multitud de insultos y desprecios que prácticamente lo muestran a él como verdugo, en lugar de como lo que es, una víctima sin consuelo.
Una vez más, la dimensión psicológica y la sociológica no siempre van de la mano. En esta ocasión, desde la primera de esas dimensiones, desde el enfoque psicológico centrado en el individuo y en sus procesos emocionales y cognitivos, todo se hace más comprensible y este injusto enfrentamiento puede quedar diluido de inmediato.
Con una investigación en marcha, con una herida abierta en carne viva, ante una pérdida tan terrible, un padre necesita saber qué pasó. Necesita información para poder encajar lo indigerible y empezar a asimilar el sinsentido de tan atroz pérdida. Por supuesto que no quiere que su hijo se convierta en símbolo de nada y de nadie; por supuesto que no quiere que otros entiendan y etiqueten la situación por él.
El duelo es un proceso extraordinariamente íntimo en el que los demás sirven de muleta, de hombro, de apoyo y de contención; pero no pueden convertirse en protagonistas de un proceso dinámico en el que el doliente se enfrenta al vacío sintiendo que ha perdido toda red. El duelo es un proceso tan doloroso como necesario. Y ese duelo, aún no iniciado, y esa muerte, aún no procesada, necesitan de mucho esfuerzo personal hasta ser aceptados como parte de una trayectoria de vida que ya nunca estará exenta de sufrimiento.
En ese proceso, las investigaciones policiales y los procesos judiciales no mitigan el dolor de la pérdida; pero sí favorecen la reconciliación de las víctimas directas con la sociedad y con el mundo. Sí permiten el restablecimiento del sentimiento de justicia y vehiculizan la trascendencia de la vida que se extinguió injustamente. Hacer justicia es dejar patente que la pérdida no quedó impune; que los actos de todos y cada uno de nosotros tienen consecuencias; y que, al menos mínimamente, la comunidad en la que uno se ha socializado, en la que uno ha educado a sus hijos y ha construido su escala de valores le rinde respeto a quien fue inaceptablemente asesinado.
Entiendo que en ello estaría la familia de Samuel cuando se les ha colocado en la reivindicación. Allí donde ni podían, ni querían ni necesitaban estar. O cuando se ha pretendido acelerar ese proceso de comprensión y asimilación de la realidad por ellos. Puede parecer paradójico, pero son tantas las preguntas que retumban en la cabeza de una familia que ha perdido a su hijo, que recibir una rápida, única y unánime respuesta no solamente no es sanador, sino que puede volverlo todo más incomprensible si cabe, y perturbador.
El apoyo y el afecto son bien recibidos para cualquier persona que llora la pérdida de un ser querido, pero hasta el límite de que nadie pueda atreverse a arrogarse ese dolor en nombre de nada. La reivindicación, a veces, sencillamente debe llegar más tarde. Cuando uno esté preparado para contemplarla; por mucha urgencia que sintamos los demás.
Dicho esto, y aún con la investigación en marcha, la responsabilidad social para con esa familia pasa por la cautela, la paciencia y la espera de certezas de la mano de las pesquisas policiales. Pero, en cualquiera de los casos, con una o varias motivaciones, la pregunta resuena en todas nuestras cabezas: ¿Qué lleva a una persona (o, peor, a varias) a patear a alguien indefenso hasta matarlo?
Para poder entender la brutalidad de lo sucedido, al margen de todos los datos que aún se desconocen, cierto es que desde el punto de vista de la psique humana hay que recurrir al odio. Odio en el sentido psicológico, sin entrar en consideraciones de otra índole a nivel jurídico.
En la riquísima galaxia de las emociones humanas el odio se encuentra en pleno centro de una constelación especialmente compleja, en ocasiones casi incomprensible; que nos acerca peligrosamente a la liberación de las pulsiones más inconscientes y a la ejecución de los comportamientos más cruelmente animales.
El odio no nos deja indiferentes porque no solo implica rechazo, sino que conlleva un sentimiento de repulsión tan profundo y visceral que se asocia al deseo de dañar. El odio no es pasivo, sino que conlleva una aversión violenta, una repulsión activa; como si el que odia estuviera llamado a restablecer una suerte de agravio comparativo frente al que es odiado. Porque el odio no está nunca exento de maldad.
El odio es la semilla del mal, la raíz de la violencia, la justificación para actuar de manera desalmada y proyectar sobre otra persona de quien tenemos frente a nosotros. Es incompatible con la empatía, que tan humanamente nos une y nos protege como aliados. También anula el remordimiento, la culpa y la vergüenza. Por eso nos desata peligrosamente y nos desconecta de esas emociones que sirven de cortapisas a nuestros instintos más perversos. Nos deja desprovistos de mecanismos de autorregulación, rectificación y asunción de responsabilidades. En sus niveles mas extremos, efectivamente, el odio nos convierte en máquinas de aniquilar supuestos enemigos.
Ahora bien, desde el odio, esos enemigos son creados, son dianas, instrumentos al servicio de conflictos, frustraciones y agravios personales no resueltos. Por eso el que siente odio, en el fondo, padece, pero no dispone siquiera de la humildad para transitar a través de sus propias emociones y externaliza así la rabia que, de otro modo, no es capaz de gestionar. El odio es pueril. Desgraciadamente, letalmente pueril.
De estar ante un crimen homófobo estaríamos ante un imperdonable fracaso social que debería hacernos reflexionar a todos. Pero no olvidemos, al mismo tiempo, que la maldad existe y que el ser humano tiene una inmensa capacidad para sentir amor y compasión aunque, cuando se defiende de profundos complejos y turbaciones personales, también se comporta con desmedida y letal ira.
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