Me preguntaba esta semana una reportera del programa ‘En el punto de mira’ de Cuatro, si como psicóloga consideraba que el entorno familiar de César Román (más conocido como El Rey del Cachopo) podía llegar a explicar de alguna manera las fechorías que de su vida han aflorando últimamente y, en última instancia, lo más grave: un presunto asesinato. Recordemos que el caso saltó a los medios de comunicación después de que el periodismo de sucesos e investigación se topase con una historia tremebunda.
Un asunto que no adolece la falta de ningún ingrediente detectivesco: historial de mentiras, estafas, manipulaciones, amaño de concursos, líos de faldas, escarceos con famosos, desapariciones y hasta un posible crimen sin resolver (sí señores, el Cachopogate, por desgracia, lo tiene todo). Pues bien, cuando la astuta reportera comenzó a narrarme con detalle algunos episodios de la vida de este señor, informaciones que yo desconocía hasta ese momento y que me trasladaba fruto de una ardua labor de investigación, entendí de inmediato la pertinencia, la profundidad y el acierto de su pregunta.
Y es que, si en lo periodístico la historia es jugosa, en lo psicológico tampoco se queda nada corta. La información que había podido recabar sobre la vida de este señor incluye la enfermedad grave y posterior discapacidad permanente de su hermano mayor siendo aún muy niño (al parecer, una meningitis no tratada a tiempo con consecuencias fatales para la vista y el oído) y la relación conflictiva entre sus padres que culmina con el consiguiente divorcio cuando el protagonista de esta historia cuenta con 8 años de edad.
A esto se suma la pérdida de contacto con su madre a esta misma edad (al parecer, según cuentan, después del divorcio decide marcharse sin mirar atrás) y un segundo abandono, esta vez por parte del padre, tan solo 2 años más tarde, que también, al aparecer, decide poner tierra de por medio y marcharse muy lejos. Quedan entonces los 3 niños (César es el mediano de 3 hermanos, además del hermano mayor que había enfermado, tiene también una hermana algo más pequeña que él) dependientes del cuidado de sus abuelos.
Pues bien, como decía, entendí perfectamente la pregunta de la reportera: «Esa historia de conflicto, dificultades, episodios más o menos traumáticos, malestar y abandono en la infancia… ¿puede explicar el posterior transcurrir de una vida plagada de conductas tan llamativas y disfuncionales como las mentiras, las estafas sistematizadas, la invención de algunos cargos o la falsa autoproclamación de ganador de concursos gastronómicos, entre muchos otros despropósitos?»
Pues sí y no a la vez. O para ser más exactos, más bien no, pero algo en parte sí, y con muchos matices. Me explico. De manera ya algo más técnica, reconozco que no ha sido ni será la primera ni la última vez que como psicóloga escuche o me haga yo misma una pregunta similar: «¿Cuánto hay en la historia de vida de una persona que explica su comportamiento actual?» La respuesta no es sencilla, tampoco deja de ser controvertida, pero refleja lo apasionante de la construcción de la personalidad y de la explicación de la conducta humana. Sí, apasionante, permítanme esta licencia, quizá sea yo un poco friki pero me apasiona el estudios de la conducta humana y por algo me dedico a esto…
Cuando tratamos de explicarnos el modo en el que una persona actúa, especialmente cuando se trata de conductas o actitudes especialmente llamativas o desviadas de la norma establecida, hemos de recurrir siempre, además de a otros muchos elementos, a la historia de vida de la persona. Ésta, por supuesto, no justifica en absoluto lo que hagamos o dejemos de hacer a lo largo de nuestras vidas, pero sí nos pone en contexto y sienta las bases para la construcción de nuestras tendencias de acción más arraigadas, características y automatizadas. Eso que llamamos patrones de acción o repertorios básicos de conducta que son nuestras formas de actuación más estables y rígidas y forman parte de nuestra personalidad.
La personalidad se encuentra en constante formación hasta los 16, 18 ó 20 años de edad aproximadamente y después conforma una estructura estable y algo impermeable a la influencia ajena, determina nuestra forma de entender el mundo y de estar en el mundo. No en vano, desde que llegamos a la vida y hasta que conseguimos finiquitar la pesada adolescencia, somos influenciables por multitud de factores, somos tremendamente sensibles al aprendizaje, y nos encontramos en constante construcción de lo que más adelante supondrá ser nuestro modelo básico de funcionamiento.
Es a lo largo de esta etapa, desde edades muy tempranas, cuando construimos nuestros esquemas más básicos sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre le mundo. Es cuando necesitamos de seguridad, estabilidad o protección para que esa sea la base sobre la que más adelante nos podremos desenvolver en la vida. Con más o menos soltura, con más o menos complejos, con más o menos defensas, con más o menos hostilidad, con más o menos respeto por nosotros mismos y por los demás, con unos patrones de conducta u otros, con unas testiguas de afrontamiento u otras, con unas aptitudes básicas u otras.
Por lo tanto, ¿cómo no va a ser relevante nuestra historia de vida a la hora de explicar nuestro comportamiento? Por supuesto que lo es, pero no de manera definitoria. No olvidemos que somos animales racionales, que podemos distinguir entre el bien y el mal (siempre que hablemos de personalidades sin rastro de enfermedad mental grave) y que somos los responsables últimos de todas nuestras acciones y decisiones. Son muchos los eventos que a lo largo de la vida pueden influirnos, pero es inmenso el peso de nuestra voluntad de decisión y de cambio, y son también muchas las fuentes de conocimiento o de aprendizaje a las que podemos acercamos o decidir no acercamos.
Esto explica que, cuando hablamos de una personalidad trastornada o disfuncional, podamos llegar a explicárnosla, a comprender de alguna manera sus formas de proceder, porque podemos formular muy certeras hipótesis de origen acerca de la conducta de las personas, lo que en ningún caso significa que puedan justificarse tales actos. Una personalidad patológica corresponde ciertamente a una persona que sufre y ha sufrido, que tiene dificultades para adaptar su comportamiento a cada entorno o circunstancia de vida porque cuenta con el -a veces casi insalvable- obstáculo de la rigidez. No por ello tales personalidades quedan exentas de responsabilidad (ni legal, ni ética, ni de ningún tipo).
Episodios de privación de afecto o de falta de seguridad en la infancia contribuyen ciertamente a configurar toda una serie de esquemas bien determinados sobre los demás y sobre el mundo. Esquemas de amenaza y hostilidad frente a los cuales la persona no tiene más remedio que desplegar sus mecanismos de defensa más básicos en un momento en el que no dispone aún de otros recursos de afrontamiento más adaptivos, maduros y resolutivos. Por lo tanto, sí, las experiencias traumáticas o de privación de la satisfacción de necesidades físicas y emocionales básicas a edades muy tempranas por supuesto que dejan huella en la historia de vida y la personalidad de quienes las han padecido.
Pero dejar huella no significa determinar la conducta y no podemos perder nunca de vista que la personalidad marca un sendero, una tendencia de acción, pero son nuestra voluntad y raciocinio quienes deciden seguirlo o no (amén de las muchas dificultades que, por supuesto, podamos tener a la hora de controlar nuestros pensamientos, emociones y conductas). Una personalidad trastornada no se corresponde con una enfermedad psicótica, por lo que no impide discernir entre el bien y el mal, entre lo que daña y lo que no, entre lo que está socialmente reconocido y lo que socialmente es reprobable o incluso condenable.
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