Lo que tu ropa dice de ti
Los hay que escogen su ropa para adecuarse al entorno y mimetizarse con él, y los hay que la eligen como forma de reivindicación de su identidad personal.
La primera impresión que tenemos de los demás está íntimamente ligada a su actitud, su forma de comunicar y su aspecto. La ropa es uno de esos elementos determinantes que nos llevan a ‘calar’ (o creer que hemos calado) a una persona y que conforman la etiqueta global y prejuiciosa que inevitablemente generamos sobre esa persona en los inicios de cualquier interacción social. Necesitamos ese primer juicio de valor, aunque luego resulte ser erróneo, pues a través de él tenemos la sensación de sentirnos más seguros en cuanto a nuestra forma de actuar con quien tenemos en frente.
Somos bien conscientes del impacto que nuestra apariencia física tiene sobre los demás y por eso la ropa nos sirve para manipular a nuestro antojo la imagen que queremos proyectar de nosotros mismos en función del contexto en el que nos encontramos. Por encima de su carácter situacional, la ropa como carta de presentación es también una forma de expresión social y una herramienta de reafirmación personal. La ropa es, por tanto, un reflejo de quiénes somos y un instrumento al servicio de la construcción de nuestra identidad.
La utilidad que le damos a la ropa en nuestra vida cotidiana va mucho más allá de su función original, vinculada a la protección frente a las altas temperaturas o a proporcionarnos el confort adecuado para la realización de distintas actividades. A través de la ropa conformamos la estética con la que nos presentamos ante el mundo, a través de la ropa seducimos a una potencial pareja, mostramos un determinado estatus social, reivindicamos nuestra ideología y defendemos nuestra pertenencia a determinados grupos sociales. Tu ropa habla implícitamente de ti y dice mucho.
Como en todo movimiento social, existen también para la ropa ciertas normas establecidas. En general, tendemos a ceñirnos a las normas sociales establecidas porque así nos sentimos más seguros y nos beneficiamos del poder de su simbología. En cuanto a la simbología, nos resulta fácil comprender que una novia quiera ‘vestir de novia’ en su boda, pues ese vestido viene a reforzar el papel protagonista y distintivo que ella ocupa en esa celebración.
El vestido, simbólicamente, la distingue también desde el punto de vista visual del resto de invitadas y con él accede a un nuevo rol identitario, el de esposa. Según esta misma lógica se explican todos los atuendos específicos a los que se asocia un significado concreto, desde la toga del abogado, el birrete del licenciado, las puñetas del juez, los galones del comandante, hasta el hábito religioso.
En relación a toda la normatividad que rodea a nuestra vestimenta, ésta existe y tendemos a respetarla no porque seamos borregos o por una simple cuestión de marketing, sino porque con ello nos sentimos más seguros, más tranquilos y liberados de presiones añadidas. Sin ir más lejos, hombres y mujeres nos ajustamos a una sobria uniformidad en lo que respecta a la vestimenta en el contexto laboral porque entendemos que no es un espacio para enseñarle al mundo las facetas más íntimas de nuestra personalidad, y porque nos ahorramos así todo juicio que otros pudieran hacer sobre nosotros, dejándonos vendidos en un mundo en el que a nadie le gusta sentirse expuesto o vulnerable.
Algo parecido ocurre en la adolescencia, cuando el ansia de la pertenencia al grupo nos lleva a mimetizarnos con aquellos a los que consideramos ‘iguales’, con quien nos sentimos identificados y a quienes queremos tener cerca. También por una mezcla de respeto y decoro nos ajustamos a los protocolos de los eventos cuando estos existen: sólo a una minoría le apetece zambullirse en la presión de ir ‘dando la nota’ y despertando las opiniones de todo espectador.
¿Qué diferencia, entonces, a las personas que con su ropa se exponen frente al resto de aquellas que optan por un look más conservador? En la edad adulta esto no es más que una simple opción personal y más allá de quien decide exponerse guiado por su histriónica personalidad, el resto opta por un análisis racional de cada situación; un análisis en el que pasar desapercibido suele conllevar más beneficios que costes.
Según Peter Moskowitz, podría tratarse de una cuestión de valentía. En un artículo reciente en el que reflexionaba sobre la función social de la identidad estética o visual identity, este escritor neoyorkino reconocía que funcionaba mejor en un mundo en el que ahorrarse el miedo al constante juicio; y por ello prefería un look más anodino en el que su homosexualidad no protagonizara una constante reivindicación social.
Aún siendo un férreo defensor de la construcción socio-cultural de los roles y de la identidad sexual, aún considerando que las normas sociales establecidas benefician a algunos y dañan a otros, aún creyendo que a través de nuestra identidad estética le decimos al mundo lo que de él esperamos y lo que de él renegamos, Peter Moskowitz justifica la adecuación a la norma en la media en la que a cada cual le permita caminar por el mundo con más confianza en uno mismo.
Me recordaba la interesante reflexión de este autor, que sí recurrió a la estética queer como parte de su personal proceso de salir del armario, a un debate que cada año presencio en torno a la primera semana de julio, coincidiendo con la mundialmente famosa Gay Parade de la ciudad de Madrid. Durante varios días y como reacción a un espectáculo que no está exento de una buena dosis de provocación premeditada, participo en los mismos debates en los círculos de amigos y conocidos mayoritariamente homosexuales que me rodean: defensores y detractores de la suntuosidad ‘marica’ discuten acaloradamente sobre el beneficio o el daño que las ostentaciones del mundo gay le hacen verdaderamente a su comunidad y su causa.
Psicológicamente ambos bandos enfrentados pueden llevar razón, pero atendiendo a motivos bien diferenciados. El maquillaje, el travestismo, el disfraz y el colorido son una caricatura, pero que bien puede ponerse al servicio de una reivindicación política y social. Tomando esta forma, la reivindicación cobra también una fuerza característica y ejerce un impacto mayor. Ahí quedan los símbolos al servicio de quien los pueda necesitar en su proceso de autodescubrimiento de la identidad sexual.
Por otro lado, si lo que se reclama es la igualdad de derechos, ¿qué necesidad hay de basarse en la reivindicación de lo extraordinario cuando quiere considerarse precisamente ordinario? ¿Le aporta el exhibicionismo algo positivo a quien sufre o teme la diferencia? Mi posición personal es que para llegar con mayor rapidez al verdadero objetivo, a menudo ayuda hacer un poco de ruido por el camino.
Sin embargo, soy de las que, como Moskowitz, hago pesar más la balanza del lado de la tranquilidad personal que del lado de la constante y agotadora reivindicación ideológica. En esto de la ropa, sin caer en la desfachatez de lo pusilánime, en general considero que es preferible seguir el ‘allá donde fueres haz lo que vieres’ y ajustarse a lo que mande la sensibilidad de cada contexto. Para gustos, los colores. El debate está servido.