Es muy fácil opinar y referir a toro pasado la solución a los problemas más complejos. Así ha ido sucediendo en cierto modo con la pandemia, y por eso se ha aceptado en ocasiones el comodín de no se podía saber. Sin embargo, ¿hasta qué punto se puede justificar todo lo que pase a partir de ahora? Los acontecimientos de fiesta y desenfreno vividos el sábado por la noche ante el fin del estado de alarma y las restricciones se veían venir.
Y aunque hubo dispositivos de control por parte de las autoridades, sin duda fueron insuficientes. Merece la pena analizar esta respuesta social ante el fin del confinamiento. Y es que los comportamientos irresponsables de ceguera voluntaria y negacionismo ante la pandemia no sólo ponen en riesgo de nuevo a la población, sino que pueden tirar por la borda todos los esfuerzos y sacrificios anteriores.
En estos días no hemos parado de escuchar la palabra “libertad” en diferentes escenarios, e incluso ha sido uno de los lemas políticos en las pasadas elecciones. La última vez que la hemos oído ha sido precisamente el sábado, en el contexto de las fiestas y botellones celebrados por toda España.
Sin embargo, la socióloga Eva Robledo opina que «la libertad está muy mal entendida hoy en día”, en relación a los comportamientos observados en la crisis del coronavirus. “Es verdad que somos libres, pero hay derechos cuyo cuidado es de tipo colectivo. Por ejemplo el derecho a la salud, que es de todos, y que en una situación de pandemia se transforma. Su ejercicio deja de ser individual para convertirse en algo que nos afecta a toda la sociedad”, matiza. Entre su análisis de lo sucedido con el fin del estado de alarma está el que “esta situación no se ha trasladado lo suficiente a la población, separándolo del riesgo de contraer la enfermedad”.
La reacción de rebeldía observada la pasada noche es sin duda condenable, aunque también bastante comprensible. En realidad, no es sino prueba del hastío y la desesperación -también conocida como fatiga pandémica– existente en todos ante el conjunto de represión de voluntades.
Llevamos más de un año privados de libertad a la hora de movernos y de decidir qué podemos hacer, dónde y cuándo. Y aunque el malestar de este sacrificio y de esta renuncia han permanecido latentes una temporada gracias a la racionalidad, sólo era cuestión de tiempo el que estallaran.
Robledo no quiere ser contundente en este sentido, pero tiende a pensar que, “ante una situación entendida de manera errónea como de libertad de actuación y sin restricciones, las personas se van sumando, amparadas en la masa social y en la falacia colectiva del no pasa nada y puedo hacer lo que quiera”.
Sin duda el ánimo psicológico de la pandemia ha ido pasando por etapas. Todos hemos visto cómo la comprensión solidaria del confinamiento y los aplausos en balcones han ido dando paso a la rebeldía y al aumento de fiestas clandestinas cada fin de semana; reflejo de la necesidad de retomar las relaciones sociales e incluso del hambre de piel.
La solidaridad y la renuncia necesarias para terminar con la pandemia se manifestarán habitualmente con gusto en las personas. Pero siempre que sea sólo por un periodo de tiempo. Superado ese límite, que establece el propio individuo en base a su tolerancia personal, entre las reacciones esperables estará el de la rebeldía ante la prohibición. Una rebeldía, por otra parte, de carácter tan contagioso como la misma Covid-19. Ya que buscará aliados en la sublevación a través de los grupos sociales.
Además del efecto acumulativo del tiempo, el hecho de tener el permiso de la autoridad ayuda a entender el porqué del comportamiento desenfrenado observado no sólo en España, sino en otros puntos del mundo. El saber que algo es legal y está permitido cambia completamente nuestra visión a la hora de comportarnos.
El mecanismo de que “ya nos dejan” implica automáticamente la traslación de la responsabilidad al otro, al que ha otorgado el permiso. Esto quiere decir que si pasa algo, la culpa la tiene el que ha consentido. Aunque es un mecanismo bastante infantil y poco realista, nos exime de la culpa y del malestar de asumir las consecuencias.
El efecto llamada de la masa tampoco pasa desapercibido y es en parte responsable de estas reacciones colectivas como la vivida en el fin del estado de alarma. Como explica Eva Robledo, “la masa o el grupo vuelve al individuo anónimo. Por eso muchos comportamientos no deseables se realizan en grupos, que pueden ir de unas cuantas personas a una masa social. En masa somos más sugestionables y, de alguna manera, las emociones se contagian más y perdemos nuestra parte crítica como individuos, arrastrados por la fuerza del grupo. En otras palabras, hacemos lo que hacen los demás sin pensar más allá”.
A todo esto hay que unir el egoísmo propio de la gente joven, quien por naturaleza se siente inmortal e inmune a los problemas de salud por los que pasan los mayores respecto a la Covid. Esta actitud tan poco empática hace de los jóvenes uno de los grupos sociales más complicados de “sujetar”, ya que por edad les toca rebelarse y si alguien tiene derecho a equivocarse y aprender a base de ensayo y error, seguramente sean ellos.
La falta de empatía mostrada este fin de semana hacia el personal sanitario no se ha hecho esperar. Tal y como denunciaba un enfermero en Twitter, quejándose del botellón que presenciaba desde la ventana de su puesto de trabajo. Porque lamentablemente, aquí no se trata sólo de herir susceptibilidades, sino de asumir la realidad de que la pandemia no ha terminado.
Silvia Pascual, enfermera del Hospital Universitario de Fuenlabrada de Madrid, relata que tales hechos han reavivado en ellos la sensación de miedo. “Miedo a que vuelva a dispararse todo”. El principal temor es el de no dar abasto, y de que vuelvan a saturarse las UCIs, en las que el perfil del enfermo ha cambiado con el proceso de vacunación.
Como profesional, señala que la edad ha bajado “y apenas se ven personas mayores de 80 años, pero abundan los de 60 años y la edad se va reduciendo incluso hasta los 40, sobre todo cuando hay existencia de patologías asociadas”. Así y todo, entiende la reacción del sábado. “Las personas están muy cansadas; todos estamos muy cansados, pero el virus sigue”, advierte.
A nivel anímico los sanitarios están muy afectados, especialmente el personal de UCI. No son pocas las bajas por ansiedad y depresión entre quienes atendieron la primera ola, por ejemplo. Tanto es así, que en su hospital cuentan con la ayuda de un psicólogo clínico especializado cuya función es la de atenderlos a ellos, a los sanitarios.
“La carga emocional de mis compañeros de UCI es tremenda; ellos relatan lo penoso que es ver cómo muchos pacientes, antes de sedarlos, se despiden por si no se volvieran a despertar, agradeciendo al personal sus cuidados y encargándoles que se despidan de sus familias”. Explica que aunque agradecen aquellos aplausos que tuvieron en su momento, lo que agradecerían de verdad “es que la gente se concienciara de que todavía hay muchísimos muertos”. Aunque sabe que se trata de buscar el equilibrio entre sanidad y economía, la profesional manifiesta que al menos “hay que seguir las normas”.
Ante los comportamientos irresponsables como los vistos en el fin del confinamiento, explica que a cada sanitario le afectarán de una manera y aunque son ciertamente desmotivadores, confía en que no van a afectar al trato con el enfermo. “Al final somos profesionales. Cuando estás en el hospital dejas a un lado lo personal y das lo mejor de ti, porque es algo muy vocacional y siempre buscas ayudar al enfermo”.
Si todo esto se podría haber evitado ya nunca lo sabremos, pero desde luego, en esta ocasión, sí se podía saber, y tal vez el haber hecho las cosas de forma un poco más gradual hubiera evitado la locura colectiva y la llamada al descontrol que pudimos presenciar o incluso vivir en primera persona el sábado.
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