Antes de abordar este tema, de controvertida actualidad, vaya por delante una declaración de intenciones. No existe en este texto partidismo ni doble sentido político de ningún tipo. Abordo una humilde reflexión acerca de la educación especial en de la enorme cantidad de polémicas que la llamada Ley Celaá ha despertado en las últimas semanas. Solo con la única intención de visibilizar la realidad de las familias con niños especiales. Y abordar esta cuestión precisamente desde las necesidades de esos niños, al margen de toda instrumentalización política.
Se han llenado páginas periodísticas y tertulias televisivas a cuenta de la educación especial y lo que la mencionada ley pretende o no pretende hacer con ella. Esto es una obviedad. Pero ¿sabemos de verdad qué es la educación especial? Es extremadamente difícil, para quien no tiene o ha tenido contacto profesional o personal con este ámbito, hacerse a la idea de la realidad que se esconde bajo este término.
Un niño con necesidades especiales requiere, como su propio nombre indica, de toda una serie de atenciones extraordinarias que lo colocan de manera inevitable en una posición muy singular. No hablamos de diferencias en contraposición a la normalidad, sino de peculiaridades muy específicas. Al servicio, primero, de la supervivencia y, segundo, de la maximización del potencial personal. Son muchas, muchísimas, las afecciones médicas, condiciones biológicas o situaciones sobrevenidas que explican la singularidad de cada niño con necesidades especiales.
Pero, si algo tienen todos ellos en común, es la dependencia de toda una serie de asideros, apoyos y recursos que, en otros niños con un desarrollo ordinario, serían inimaginables o directamente imprescindibles. Un niño con necesidades especiales necesita de un espacio adaptado. También de un equipo médico, terapéutico, psicosocial y pedagógico altamente especializado, y de unas instalaciones y tecnologías muy particulares. Un niño de necesidades especiales se desarrolla en un aula en el que a menudo se congregan, aunando sus esfuerzos en la misma dirección, más profesionales que niños.
Un niño de necesidades especiales se beneficia especialmente de programas informáticos y tecnologías, como la realidad virtual, pues necesita instrumentos especialmente diseñados para la estimulación sensorial. Esa que a otro niño, en otras circunstancias, le viene prácticamente dada por su interacción con el mundo y con sus iguales.
Un niño de necesidades especiales tiene detrás como mínimo, a un neurólogo, un pediatra y un especialista en medicina interna. Amén de otros muchos especialistas médicos que se esfuerzan por apagar fuegos derivados de afecciones a menudo impredecibles, desconocidas o raras). Por ejemplo a un psicólogo y un neuropsicólogo; un fisioterapeuta, osteópata o rehabilitador; un enfermero; a un terapeuta ocupacional debidamente especializado; un cuidador, etc. Todo ello sin olvidarnos de un maestro o un pedagogo, por supuesto.
Ellos, los niños de necesidades especiales, mientras otros niños aprenden historia o matemáticas y también se adentran en el mundo de las relaciones sociales, invierten muchos esfuerzos en aprender a cuidar de su higiene, desarrollar la psicomotricidad necesaria como para poder comer solos, comunicar sus necesidades básicas, atender a determinados estímulos, etc. En definitiva, invierten largos periodos de tiempo en adquirir la autonomía que garantizará, en un futuro, su propia libertad, y algo de tranquilidad para sus padres.
Después, siempre en un proceso terapéutico y didáctico absolutamente individualizado, con un programa de intervención contemporizado, ateniendo a los ritmos, las necesidades y los contratiempos que hayan de surgir por el camino, se trabaja con los niños con necesidades especiales la adquisición de todas y cada una de las habilidades que requieran para poder exprimir al máximo su potencial, para proveerles de un futuro y de una ocupación. Para proveerles, a fin de cuentas, de ese lugar en el mundo que, de otro modo, les sería negado.
Por eso los niños con necesidades especiales, o al menos la mayor parte de ellos, han de permanecer en un centro con otros niños con necesidades especiales. Centros en los que confluyan todos estos recursos y puedan congregarse todos estos especialistas. Por supuesto que uno puede plantearse otros escenarios ideales. Pero el problema es que no hay sistema educativo ni financiación posible para dotar a todos los colegios de educación ordinaria de todos estos recursos. Así de sencillo, no hay dinero en el mundo que pudiera pagar eso.
Y, como no lo hay, no podemos dejar desprotegidos a los niños en aulas no acondicionadas. No podemos privarles de apoyos que, en muchas ocasiones, les salvan la vida en cuestión de segundos. Conviviendo con otros niños que seguramente les mirarán con afecto (eso quiero creer), quizás nunca lleguen a poder comunicarse. Como tampoco sería justo permitir que tales responsabilidades recayesen sobre unos docentes que, por muy buenos que fuesen, es imposible que puedan especializarse en tantos ámbitos a la vez.
Dicho esto, también es verdad que un porcentaje de niños sí pueden beneficiarse ampliamente del contacto con otros niños con un currículo académico distinto del suyo. Estoy pensando en niños con trastornos del neurodesarrollo que se manifiestan con poca severidad, niños con distintos tipos de discapacidades, niños con determinados cuadros psicofísicos…
Para esos niños ya hay plazas en las escuelas ordinarias, y con ellos no se ha hecho aún el suficiente esfuerzo de integración. Para ellos hacen falta más recursos, para todos los demás también. Reforcemos el sistema allí donde necesite una mayor dotación de recursos. Pero sin retirárselos a nadie, sin distribuirlos absurdamente, sin abandonar los centros de educación especial sino más bien al contrario, dotando a todos de mayor atención.
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