Por qué no debes pegar a tu hijo

Parece evidente... pero el hecho de que no esté socialmente mal visto del todo nos dice que aún queda mucho por hacer.

Ana Villarrubia. 02/11/2017

Seamos sinceros: pegarle a un niño, en función de cómo lo hagamos, no está mal visto del todo.  Ya no toleramos que se haga en los colegios y desde luego no consentimos que sea un tercero el que lo haga. Pero sí existe una idea generalizada de que “es mi hijo, yo decido” y, de paso, también de que “cualquiera que se atreva a opinar no sabe de lo que habla y es un incómodo entrometido”. Pues bien, respecto a este asunto, la psicología sí tiene mucho que decir y además parte de un criterio que, por cuanto tiene de contraste empírico y de ajuste a la teoría del desarrollo evolutivo, es más que respetable.

Todos entendemos que cualquier tipo de agresión entre dos adultos es intolerable y, de hecho, puede y debe ser perseguida por la ley. Estamos todos de acuerdo en considerar delictivo que un adulto agreda a otro, también si lo hace a  través de la palabra y especialmente si el que se coloca en el rol de agresor está ejerciendo cualquier tipo de abuso de poder o se aprovecha de una situación de vulnerabilidad o sumisión. Entonces, ¿qué hay del padre que pega a su hijo? ¿Acaso una bofetada no es una agresión en toda regla? ¿No se considera agredido quien recibe un bofetón de otra persona? Y esa agresión a un hijo, ¿no se produce en el contexto de una relación jerárquica en la que el menor se encuentra en clara desigualdad? Agresión con agravante de abuso de poder, por lo tanto.

Los padres no deben ejercer su superioridad para amedrentar a los niños

La paternidad es una responsabilidad, conlleva ciertos privilegios (el primero, el de haber sido capaz de traer una vida al mundo) pero en ningún caso te otorga el poder de la posesión. Tus hijos son seres extremadamente vulnerables y, como tales, te necesitan por mucho tiempo. Así, a grandes rasgos, cuentan contigo para compensar su falta de habilidades, su inexperiencia y sus lagunas de conocimiento a lo largo de todo su proceso evolutivo y hasta la edad adulta. Después, el objetivo es que ejerzan al fin de adultos con independencia de ti, que abracen esa autonomía que supone el propósito mismo de la paternidad. Tus hijos, por lo tanto, no son de tu propiedad y no puedes hacer con ellos lo que te de la real gana.

Además, en muchas ocasiones sí es cierto el precepto que dice que una imagen vale mas que mil palabras. Un gesto en este caso, más que una imagen, el gesto de agredir aprovechando una posición de superioridad física. «Esos que tanto me quieren también tienen la capacidad de colocarme en una posición de indefensión, capaces de humillarme y someterme». En función de cómo y cuándo se produzca la agresión y función también de las variables individuales de cada niño, puede llegar a ser muy complicado asimilar ese doble y contradictorio mensaje. Las consecuencias a nivel de autoestima y desarrollo emocional pueden ser evidentes.

Si un niño entiende como normal la agresión, la adoptará para sus valores

Y en relación al aprendizaje y al indiscutible rol de educador que le compete a todo padre, también merece la pena pararse a analizar este debate desde un punto de vista crítico. Porque de toda la situación que rodea a la agresión, ¿con qué se queda el niño? Con el aprendizaje más obvio y lógico que se deduce de su experiencia: la validación de la agresión como mecanismo útil para la resolución de los conflictos interpersonales. Con el aval, nada más y nada menos, de sus padres, esos que le sirven de referente para interpretar y comprender el mundo.

El uso de la violencia legitima la propia violencia: «Si papá o mamá reaccionan así cuando quieren que deje de hacer algo entonces es que ésta es una forma socialmente reconocida de castigo». Lo que el niño normaliza es lo que observa, lo que recibe y lo que más tarde ejerce. El modelo es claro: un padre o una madre que han perdido el control, que no encuentran otra forma de autorregulación emocional más que recurrir al primitivo estallido agresivo, que han agotado (o quizá ni siquiera han explorado) otras herramientas para el manejo del conflicto y que hacen que el respeto por el otro quede sepultado bajo sus dificultades para encontrar un afrontamiento alternativo.

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