Estas navidades muchos niños pedirán un móvil a los Reyes. A partir de qué edad se le ha de facilitar este dispositivo es muy discutible. Los expertos no lo aconsejan antes de los 12 años, pero lo cierto es que muchos de los niños españoles ya lo suelen tener en su poder a partir de los 8 años. Si en tu caso eres un padre que se lo está pensando, entonces debes saber varias cosas. En principio, que se ha comprobado científicamente que la posesión de un teléfono móvil por parte de un menor favorece el riesgo de que éste padezca acoso escolar o lo cometa en su fórmula digital, más conocida como ciberbullying o ciberacoso.
Un estudio realizado en la Bridgewater State University de Massachussets así lo puso puesto de manifiesto tras encuestar a lo largo de dos años a más de 4.500 niños de entre ocho y once años de los cursos correspondientes a tercero, cuarto y quinto de primaria. De ellos prácticamente la mitad indicaron estar en posesión de un teléfono móvil.
Las causas parecen bastante razonables: a mayor exposición a las redes sociales y a las interacciones propias de los dispositivos vía chats y mensajería instantánea, mayor probabilidad de que los niños sean etiquetados tanto para bien como para mal por sus propios compañeros. Además, y según reportan desde la universidad, el acceso a los móviles fomenta la impulsividad a la hora de contestar y crear mensajes.
El riesgo de tener móvil se debe a que aumenta tanto la oportunidad de que suceda, como la vulnerabilidad. En este estudio, como media, el 9,5 % de los niños reportó haber padecido ciberbullying.
Generalmente los padres comenzamos a preocuparnos por el ciberacoso a partir de la adolescencia, pero la realidad manifiesta que el riesgo es mayor cuanto más pequeño es el niño. Estos hallazgos hacen que los padres nos cuestionemos la opción de facilitarles un móvil como fórmula para incrementar su seguridad.
Pero, ¿y si estamos generando el efecto contrario? En este sentido, la directora de la investigación, la doctora Elizabeth K. Englander nos invita a reflexionar sobre las dos caras de tener móvil: la segura y que nos permite comunicarnos con nuestro hijo además de geolocalizarlo, y la que le pone en peligro como un foco para el hostigamiento por parte de otros niños.
La primera definición del ciberbullying fue aportada en el año 2008 por Peter Smith, profesor de psicología de la Universidad Goldsmiths de Londres y estudioso de la violencia en las aulas. En sus primeras investigaciones sobre el tema, el académico encontraba que el ciberbullying era “menos frecuente que el bullying tradicional, pero apreciable y manifestado más fuera de las aulas que dentro”. Lo definió entonces como “agresión injustificada ejercida de manera intencional mediante los dispositivos electrónicos por individuos o grupos contra los que la víctima no puede defenderse fácilmente”.
Desde entonces ha llovido mucho, con el pleno desarrollo e implementación de Internet en nuestras vidas. Sin duda, queda mucho camino por recorrer en un campo de estudio nacido a principios del siglo XXI y que, por tanto, es nuevo. De su investigación y desarrollo desde un punto de vista más sistemático y científico se está encargando la psicología de la educación. Es un intento de sumar calidad a la formación escolar y familiar.
La tendencia al ciberbullying ha cambiado y ha aprendido a abrirse camino fácilmente con el auge de las redes sociales. “El ciberacoso comienza y se mantiene en redes sociales que surgen de contactos personales generados en el escenario de la vida social directa de los escolares”, explica por su parte Rosario Ortega Ruiz, Catedrática de psicología de la Universidad de Córdoba y coautora de una revisión sobre la ciberconducta en la psicología educativa. La vida social real, pues, se duplica y “es trasladada de forma sencilla y rápida a una vida social cibernética utilizando los rápidos y eficaces dispositivos digitales”, añade.
¿Cómo fomentar la ciberconvivencia? La experta propone una educación en ciberconvivencia que pasará por una formación escolar “en el uso seguro de las tecnologías de información y comunicación, sobre todo en los principios morales y éticos en contra de la violencia”. Eso sí, “la educación habrá de estar basada en estudios rigurosos y científicos sobre la materia”, bajo la premisa de que sólo así se podrán garantizar diseños de intervención útiles. Además incide en los métodos de evaluación, que deberían incluir las respuestas fisiológicas que demuestran el estrés y el malestar emocional del niño.
Por otro lado, según la autora, la mayoría de los estudios están centrándose en la población adolescente. Se olvidan las edades más tempranas, en las que tanto el bullying como el ciberbullying están presentes. Ortega-Ruiz propone contemplar los niños de educación primaria, así como “profundizar en el conocimiento sobre el rol de los padres y las madres y del profesorado en la prevención e intervención en dicho fenómeno”.
Otro de los retos está en vincular todas las ciberconductas agresivas que pueden tener lugar en el medio de las nuevas comunicaciones: además del ciberbullying, “existen otros fenómenos violentos cuya descripción todavía debe hacerse en más profundidad”. Entre estos se encuentra el acoso vía grooming.
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