¿Se puede aprender a ser optimista y positivo? ¿Cómo puedo practicar el optimismo cuando me ahoga el pesimismo? Esta es una de las grandes dudas o demandas que muchos de las personas que acuden a consulta formulan en voz alta, aunque sin demasiada esperanza de cambio.
Mi respuesta es clara, se puede aprender a ser realistamente optimista y pragmáticamente positivo, por supuesto que sí. Aunque no se trata de un proceso exento de esfuerzo, como todo lo que merece la pena en la vida. El pesimismo no es una condena, pero es necesario corregirlo antes de que se vuelva patológico, porque entonces su rigidez sí nos guiará casi sin control hacia la indefensión o nos conduzca directos a la depresión.
Todas las personas que observamos el mundo hacemos nuestro todo lo que nos rodea a través de determinados filtros interpretativos. Se trata de sesgos o distorsiones que hemos aprendido de otros, o que hemos construido a base de determinadas experiencias, y que afloran de manera prácticamente automática ante cada situación en la que nos encontramos.
Por eso, el primer paso para trabajar el optimismo sano y realista es tomar conciencia de esas abstracciones selectivas. Circunstancias con las que muchas veces interpretamos todo lo que nos sucede, y que nos conducen erróneamente a poner el foco donde no procede. Ponemos el peso en la inquietud o la preocupación en lugar de ponerlo en los factores de cambio y de solución. Nos colocamos en el peor escenario posible obviando las acciones que sí están en nuestra mano articular o en los elementos resolutivos y de esperanza con los que sí nos es posible neutralizar, o, al menos, gestionar, el dichoso evento desestabilizador.
Cambiar nuestro modelo del mundo implica cambiar en el día a día, en situaciones muy concretas, nuestra manera de pensar y de interpretar. Es necesario poner el foco en los problemas, por supuesto, pero solo desde el punto de vista analítico, no para instalarnos en él. A partir de ahí la única estrategia adaptativa es proyectarse hacia el futuro. Eso sí, pero de manera activa, no pasiva, como agentes de solución capaces de hacer renuncias, pero también de asumir responsabilidades y de planificar los siguientes pasos en la consecución de nuestros objetivos.
Una vez hemos conseguido reformular ciertas premisas y tamizar las lentes con las que percibimos e interpretamos automáticamente el mundo, el optimismo es una actitud que se practica. Es una posición activa ante cualquier situación cotidiana, desde la más banal en apariencia, hasta la que parece ser más trascendental. Todo cuenta y todo suma. La suerte es para el que la busca y las personas a las que le suceden cosas buenas, además de que no están nunca exentas de que el infortunio se cebe con ellas, lo cierto es que las buscan con ahínco y se lo trabajan mucho para que así sea. Si la lotería solo puede tocar cuando se compra un boleto, el optimismo representa esa constante recolección de papeletas para salir bien parado en el siguiente paso del camino. Sin adicciones, por supuesto. Con equilibrio, y aceptando los problemas y los obstáculos como parte indisociable de la vida, como parte del reto.
Se aprende a ser optimista remangándose y poniéndose a hacer, no solo a pensar en cómo hacer. Es decir, se aprende a ser pragmáticamente optimista afrontando, en lugar de evitando, asumiendo racionalmente algunos riesgos, sabiendo pedir ayuda cuando solos no podemos abordarlo todo, o saberlo encarar todo y trabajando la autoestima para poder equilibrarla. Se aprende a ser positivamente optimista enfrentándose al error y al rechazo como parte de la vida. Cosechando tantos noes como para que también nos toquen algunos síes interesantes y gratificantes, y no permitiéndonos nunca caer en la resignación activa. En su lugar, practiquemos la aceptación. Esto será sinónimo de que no habremos desfallecido, no habremos abandonado. Habremos intentado todo lo que estaba en nuestra mano hacer, asumiendo sanamente la renuncia, la imperfección y la frustración.
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