No les deis cerillas
España es país de cerilla fácil y de prestador de fuego por unos reales de guardar. El sentimentalismo está desplazando a la ideología en la política nacional. España está sepultando sus raíces y valores.
Hay una plaga, incontrolable e irreversible, que ha convertido la ideología en sentimentalismo, el valor en gesto y la fotografía en Instagram en todo un tratado sobre el bien y el mal en política. El narcisismo hortera de la imagen ha desplazado compulsivamente a la acción política, como una fórmula de escape para evitar el conflicto de las ideas. Es la banalidad de la estética y de la dilación. El talante, un sumidero de voluntarismo y de relativismo, se ha impuesto al talento, cada vez más damnificado en la pira del efectismo en la piel de gallina de los supervivientes que juegan al desafío de sobrevivir cada día en el océano de la política. Reconozco que empiezo a considerar que el esfuerzo y la experiencia profesional son principios en franca regresión, heridos de muerte por las artimañas del tacticismo flotante y del dialoguismo con dientes blanqueados.
Justo es reconocer que este pensamiento puede ser producto del desarme emocional de la canícula de julio, porque parece ser que es espejismo que apenas vemos algunos transeúntes en este desierto. Como el mismo desierto demográfico que tampoco quieren ver las hordas bíblicas que se desplazan entre operaciones salida y apartamentos de entrada en la playa. Evitamos el ruido y la confrontación, porque entendemos que todo se resuelve hablando y propiciamos una cultura confusa donde nada es lo que debe ser. Y que nadie se preocupe, que la baja tasa de natalidad también se resuelve hablando.
El diálogo se convierte en la llave fundamental para conseguir un Gobierno
Si el talante de piscina comunitaria ha enterrado el talento, la forma ha devorado al fondo. Y sin remedio ni remisión. Este es un país rehén de los modos y de las modas, pero sepulturero de buena de sus raíces y de sus valores. Aceptamos con impunidad que la nueva política ha de ser dialogante como una seña de identidad cívica frente a la vieja política que se sustentaba en aparentes principios radicales. Vamos, que hablando se entiende la gente y que, los que no sepan dialogar, están inhabilitados para la nueva política. Este es el sentir general no sólo de una gran parte de la sociedad española sino de muchos políticos que ahora pueblan escaños y plenos de un minuto de duración.
Los valores se han privatizado, como lastres del viejo pensamiento fuerte, para dar paso a la autoridad del diálogo. Hay que afirmar que, en cualquier caso, para algunos políticos no supone ninguna carga de conciencia la posible renuncia a sus valores y principios porque nunca los han tenido. Entre “a la política por la demoscopia” y “a la política por doscientos me gusta”, me temo que se podría obtener la mayoría suficiente en el Congreso de los Diputados para formar Gobierno. Decadencia demográfica y decadencia moral en manos de un buenismo de pandereta, aderezado por el cortoplacismo de algunos desaprensivos que juegan a sumar escaños o a convocar elecciones como si estuviesen jugando una partida de rol. Basta.
El libro de Biedermann y los incendiarios es una muestra clara del conflicto que se genera entre la confianza y las ideas
Al relativista no le duelen prendas en prestar cerillas a quienes causan incendios, pensando que de este modo se pueden evitar los incendios. Es el error tradicional del buenismo. En 1958, Max Frisch publicó Biedermann y los incendiarios, una obra ahistórica y didáctica sobre las consecuencias letales del buenismo. Fuerzas devastadoras sin control están destruyendo la ciudad mediante incendios provocados que siembran el terror. Dos desconocidos piden alojamiento en la buhardilla de los Biedermann y, al pronto, comienzan a tener un comportamiento inquietante: roban bidones de gasolina, acopian astillas y ensayan con detonadores.
Los inquilinos exhiben en todo momento una arrogancia humillante con sus propietarios y exudan un sentimiento propiciatorio que invita a la compasión y a la victimización, presentándose como víctimas y no como verdugos de una sociedad que no les comprende. Biedermann paulatinamente se hace consciente del problema pero busca conjurar el conflicto mediante el diálogo, la comprensión del otro y la complacencia. Es la estrofa que declama el coro de bomberos durante toda la obra: “¡Vaya!, éste espera que de su bondad surja el Bien”.
Biedermann le entrega cerillas a los delincuentes y todo acaba quemado
Biedermann confiesa que alberga a sus inquilinos por “humanidad”, que no es sino un síntoma temprano de debilidad y miedo. Tal es el proceso de degradación del propietario que acaba perdiendo cualquier rasgo básico de coraje, para caer definitivamente envuelto en la espesura del pavor: “Si los denuncio, sé que los convertiré en mis enemigos y ¿qué ganaría con eso?, una cerilla y toda la casa se incendiaría”. Es así como normaliza en su vida a los incendiarios bajo la apariencia de una conducta humanitaria y basada en la conciencia del bien. Escoge la confianza como una forma de ceguera, pensando que así puede sobrevivir.
Y acaba exclamando las siguientes palabras, que deberían ser de obligada lectura y copiadas doscientas veces con tiza por muchas sociedades, empezando por la nuestra, porque son el desgraciado sino de la infamia del pensamiento débil: “En una palabra, estoy harto de todo. ¡Basta ya de incendiarios! Estoy harto de hablar de lo mismo; ¿acaso no hay otros temas de conversación? Sólo se vive una vez; si se piensa que todos los hombres son incendiarios ¿cómo mejorarán las cosas alguna vez? ¡Por Dios, hay que tener un poco de confianza, un poco de buena voluntad, digo yo!”.
Para los dialogantes de verso y pacto suelto, para los buenistas de segunda generación, para los relativistas de veleta demoscópica, que sepan que Biedermann, bajo la coartada moral de la humanidad y de la falsa indulgencia, acabó entregando cerillas a sus huéspedes para culminar sus planes. Tanto él como su familia, su casa y toda la ciudad acaban siendo pasto de las llamas.
Y, tal como ocurrió, España es país de cerilla fácil y de prestador de fuego por unos reales de guardar. Y de ínfima memoria teatral porque, que levante la mano, quien haya visto representar esta obra de teatro en España en las últimas décadas. Será que no tiene valor en el mundo de las verdades de consumo fácil. Mientras tanto, por favor, no les deis cerillas.