Cien años de Delibes o la sombra de un ciprés que no se agota
El contexto literario de la obra de Delibes se nutre de las incoherencias de una sociedad que se transforma a pesar de sus resistencias.
El 17 de octubre de 2020, el escritor Miguel Delibes hubiera cumplido 100 años. De Delibes se pueden hacer muchas afirmaciones y todas ellas probablemente sean ciertas. Delibes es autor costumbrista, fedatario de su tiempo y retratista humano. Urdidor de contrastes y, por eso mismo, de conflictos vitales, de enfrentamientos de universos en un mundo en estado constante de evolución. Sesenta años de la historia de España en una pluma que perfila condiciones y cualidades. Y que transita como un orfebre por la arcilla de este país. Campo frente a ciudad, agrarismo frente a tecnología, padres frente a hijos, hombres frente a mujeres. Binomios que perduran cien años después.
El contexto literario de la obra de Delibes se nutre de las incoherencias de una sociedad que se transforma a pesar de sus resistencias. Forma parte de un catálogo de autores tan necesarios para describir una época de nuestra historia que, a fuerza de ser necesarios, son olvidados frecuentemente: Ramón J. Sender, Juan Marsé, Luis Martín-Santos, Juan Benet, Juan Goytisolo y hasta Manuel Vázquez Montalbán. Y son olvidados por el rito litúrgico del desprestigio ideológico o de la presunción de culpa que castiga la vacua intelectualidad de nuestros coetáneos. No hay vacuna para la estupidez. Sorprende el olvido de Sender en su propia tierra, en Aragón, o la falta de reconocimiento suficiente de un novelista irrepetible como Marsé o la banalización incruenta de la obra flagrante de Montalbán.
El goce de la lectura de Delibes es incontestable
Ni qué decir tiene lo que ocurre con Delibes, abatido absurdamente por su propia escopeta, más que nunca escopeta nacional. No sorprende si se leen algunos de los libros que han arrasado estos últimos años en nuestras librerías ahora confinadas. Es un síntoma de empobrecimiento, de que caminamos a veces inconscientemente y de modo irremediable hacia los confines de la indigencia intelectual. Bastaba pasearse por Madrid en la Feria del Libro en El Retiro y fácilmente se comprendía esta afirmación. Basta con ver a quién se conceden los principales premios literarios y es evidente que las grandes corporaciones han declarado la guerra a la cultura por mor del negocio. Así nos va.
Delibes se ha convertido en autor de lectura obligatoria en territorio común, porque la foralidad y el nacionalismo intuyo que injurian su obra. Pero para los que mantenemos la capacidad de disfrute intacta, aislada del ruido de las novelas rápidas y del invierno literario, nos queda Delibes. El goce de la lectura de Delibes es incontestable, tanto por su relevancia lingüística, como porque identifica determinadas divisas ideológicas. Tales como el enfrentamiento entre las dos Españas y el trance de la reconciliación. También la intolerancia de una sociedad autárquica frente a la libertad y la tolerancia que se abren paso conforme su obra se adentra en los ochenta. Sin olvidar el inmovilismo patriarcal frente al activismo larvado del universo femenino que puebla la obra del autor.
Hay políticos que viven su propia distopía
Escuchando estos últimos meses algunos discursos doctrinarios, cuesta creer que haya políticos que hayan nacido en los ochenta y en los noventa, cuando rayan la paranoia intentado recordar el tardofranquismo o la transición como emblemas de su patulea de palabras. Viven su propia distopía, su irrealidad a costa de repetir como una salmodia una historia antigua que no se sabe muy bien quién les contó. Pero para narrar una historia o para urdir un relato político, sírvanse de acudir a las fuentes y de releer a los clásicos. Porque presiento que tanta exposición pública y tanto tactismo 2.0 les puede llevar a alguno al más irremediable de los esperpentos.
Y esta reflexión viene a cuento de que cuando hablan, más allá del cansancio existencial que produce la indigesta proclama ideológica a todas horas, pienso que están viviendo atrapados en el despacho de Mario, no el mío, sino el de ese personaje difunto de cuerpo presente, al que su viuda, Carmen, le dedica un soliloquio único. “Cinco horas con Mario”. Cinco horas en las que narra treinta años de un matrimonio fracasado. En las últimas semanas en el Congreso de los Diputados, ha habido parlamentarios que no parecían que hubiesen salido de ese espacio escénico, volcados en sus analepsis, rehenes de su pensamiento retrospectivo.
Hay muchos que transitan por el viejo despacho de Mario
Hay una dialéctica en esa obra que condensa nuestra historia reciente y nuestro presente: el inmovilismo y la intransigencia que representa Carmen, para la que no cabe tender puentes con los reformistas, y el aperturismo liberal de Mario. Aquel matrimonio era el origen mismo de la Transición en cuerpo presente y voz feminista del Régimen.
Mario llega a afirmar en vida que sus dos hermanos, republicano uno y nacional otro, “pensaban lo mismo” y que no tenía dudas de que se podían hallar “héroes de los dos lados”. A mí me escandaliza que haya representantes políticos que hayan hecho del maniqueísmo su forma de entender la sociedad, dividiéndonos en buenos y malos, honestos y deshonestos. Lo dicho, alguno no había nacido entonces pero parece que transita todavía por el viejo despacho de Mario.