No pongamos resistencia. Todos hemos cambiado. Estamos a punto de darle la vuelta al calendario desde que vivimos el primer confinamiento de la pandemia, con ojos incrédulos y una mente confiada a que ese virus no podría con nosotros. Ahora, bajamos la mirada ante lo ocurrido y los pronósticos de la OMS que dicen que la Covid 19 ha venido para quedarse, como mínimo, hasta 2023. No somos los mismos. Y lo de antes, como el ayer, se fue para no volver.
Las huellas de los días, de lo vivido, se imprimen más allá de nuestra piel y modifican nuestro modo de ver el mundo. Deseamos ser los de antes porque seguimos perdidos en una maraña de falta de libertades, de incertidumbres y un camino de restricciones, crisis económica y pocos abrazos. Pero siempre se abren puertas, porque somos como el agua, terminamos encontrando la grieta para seguir sintiendo y rehuyendo de aquello que nos estanca.
La soledad de estos meses hay quien la combate con compartir. Compartir casas y dejar de vivir solo. Evitar el aislamiento completo entre amigos, familiares o, incluso desconocidos que no desean vivir en soledad. Compartir se ha convertido en el nuevo antídoto más allá del económico. Algunos se preocupan más allá de los estragos de primera línea de esta pandemia y se enfocan en segundas y terceras líneas: allí donde reposa la soledad y la emergencia de problemas mentales.
Combatir la soledad es tan saludable en tiempo de reducida relación social como buscar la luz del sol o beber agua todos los días. El médico americano Vivek H. Murthy, autor del libro Juntos recomienda siete lecciones para blindarse del virus de la soledad. Dedicar quince minutos al día a hacer una videoconferencia para charlas con algún amigo o familiar, y no atender a nada más que a ellos; regalar la atención, explorar la creatividad, oír música y, sobre todo, ayudar y dejarse ayudar.
No hay mejor modo de romper con la soledad que sentir que somos escuchados cuando pedimos ayuda. Muchos, como apunta Murthy, han reforzado estos meses los vínculos sociales con quienes tienen más cerca: sus propios vecinos. Puede que en esa antigua normalidad apenas supiesen cómo se llamaban o hubiera reparado en sus caras. Ahora, nos obligan a llevar la boca tapada, pero abrimos más lo ojos que antes. Miramos, nos miramos y nos miran, buscando la complicidad del extraño, del coincidente en este espacio tiempo distinto donde seguimos buscando la grieta para emocionarnos, para sentir el regocijo perdido en costumbres prohibidas.
Sin darnos cuenta estamos construyendo día a día la sociedad del futuro, incorporando en cada paso, en cada cambio, quienes somos, aunque todavía miremos atrás con nostalgia. No somos los mismos, aunque nos empeñemos en retrasar el cambio de consciencia. Nos modificamos cuando nos modifican, así ha sido desde el principio de la humanidad: el verdadero antídoto a la supervivencia. Nuestra adaptación al cambio, encontrando nuevos modos de satisfacer nuestra necesidades más primarias y más sofisticadas.
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