Por la sangre de Abdón

El fútbol es un juego narrativo de incertidumbres, de suspense temporal y de cambios de ritmo constantes.

Mario Garcés. 20/02/2019

Se llamaba Claudio Apud, formado en La Armonía de Bahía Blanca. «El Turco», un volante ofensivo, de carácter arrebatado y de cuerpo de pedernal. Había jugado en Bella Vista, en Huracán de Ingeniero White, en Brown de Puerto Madryn y en Ramón Santamarina de Tandil. Tricolor, casaca de semihéores en pasto argentino, anotó un gol para la historia del Villero bahiense frente a San Martín de Tucumán para el ascenso a la B Nacional. Se llamaba Claudio Apud, 36 años, recién colgadas las botas como pateador. Se suicidó en víspera del Año Nuevo de 2018 en Bahía Blanca, Argentina.

Cien años atrás, Abdón Porte, esquina 18 de julio y Convención en el mate Montevideo, tomó el tranvía de la línea 5, para apearse en Parque Central. Entró en la cancha de Nacional, su estadio, aquel que coreaba su nombre en algazara, aquel que vio nacer a uno de los mejores jugadores uruguayos de la historia. Entre sombras, solitario y final, en aquella madrugada de un 4 de marzo, tricolor también un siglo antes, llegó al círculo central donde todo empieza, para descerrajarse un tiro en la sien, donde todo acaba. «El día que no le pegue, me pego un tiro en el Parque Central«, había comentado un año antes a un familiar.

Abdón Porte

Hizo amago de despedida, último requiebro de banda en vida, y escribió: «Nacional, aunque en pólvora convertido y en pólvora siempre amante, no olvidaré un instante lo mucho que te he querido. Adiós para siempre«. Horacio Quiroga versionó está epopeya en su relato ‘Juan Polti, Half-Back’. Y Eduardo Galeano iluminó la causa: «Entonces lo sacaron del equipo titular. Esperó, pidió volver, volvió. Pero no había caso, la mala racha seguía, la gente lo silbaba: en la defensa, se le escapaban hasta las tortugas; en el ataque no embocaba una«. Así en España, donde, emboques o no, no faltará quien diluya su pena en una buena discoteca. 

Literatura y fútbol, y, en ocasiones, la vida misma

El fútbol es un juego narrativo de incertidumbres, de suspense temporal y de cambios de ritmo constantes. La expectación ante lo posible, ante el gol que no llega, ante la parálisis enervante del penalti, es dramaturgia natural y discurre en un tiempo subjetivo muy diferente para cada espectador. El fútbol es épico, y hasta ética en un mundo imprevisible y variable: «Pronto aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me sirvió mucho en la vida«, escribía un escritor, que antes de detener balones, ejercía de portero.

Un tal Albert Camus. El mismo autor que descubrió que el fútbol puede ser metáfora, ritual y simulación. Y otro genio, del fútbol y de la voz corrida como una saeta, Alfredo di Stefano, resumió en una frase el arte del balompié: «El balón está hecho de cuero, el cuero viene de la vaca, la vaca come pasto, así que hay que echar el balón al pasto».

Albert Camus

Son masas en movimiento que ponen orden al desorden litúrgico de los aficionados, a los que ofrecen un espectáculo al límite de sus posibilidades, donde vencer o perder son destinos ineludibles. Y el movimiento se condensa en tiempo. Y hasta el tiempo ha cambiado en la era de las nuevas tecnologías, donde todo parece vértigo, cuando antes había pausa. Julio Llamazares escribió ‘Tanta pasión para nada’, un relato en el que a través de 12 páginas atrapa la vida entera del protagonista en el fugaz minuto en que va a lanzar un penal. La vida en un penalti se suspende, se comprime en una emoción única.

Osvaldo Soriano en ‘El penal más largo del mundo’ invierte la regla, pues se interrumpe el partido una semana entera a expensas de lanzar el penalti, periodo durante el cual se produce una reyerta, el árbitro padece ataques epilépticos y se expulsan a los espectadores del estadio. Juan Bonilla, por su parte, en ‘A veces es peligroso marcar un número de teléfono’, cultiva el flashback, ya que no queremos decir analepsis, y opta por vender su alma al diablo para volver al pasado y marcar un penalti que narró cuando era niño.

Osvaldo Soriano, escritor y periodista argentino

No en vano el fútbol tiene un factor de idealización infantil, de retrospección nostálgica que nos retrotrae a nuestros inviernos de patio de colegio con taco de cromos en mano. Basta con pasear un día por el Rastro en Madrid y ver cómo muchos adultos se afanan por cobrarse un cromo especial de la última colección, y emulan el recuerdo, el eco de sus patadas al cuero entre sotanas. Yo, entre ellos.

Los jugadores son héroes e, incluso, pueden llegar a ser antihéroes

Hay ídolos y mártires en esa religión dominical nutrida por la «Santa Hermandad de los Hinchas» según García Márquez, que irradia una «singular fuerza luminosa» que envuelve al portero según Benedetti, en aquel «asunto complejo» que es el fútbol según Sábato. Mártires fueron el guardameta de la elegía de Miguel Hernández, que antes de poeta fue carrilero de banda derecha en el Orihuela.

En su poema, el terreno de juego es «alpiste verde de sosiego de tiza galonado«, la portería es «puerta de cáñamo añudado» o «jalón medio de lino«, la estirada del portero es «pez y fugaz«, el balón es «seno ambulante» y la concentración de jugadores en el área para cubrir un córner es «tumulto de breves pantalones«. Y a morir vino también el «crack» de Roa Bastos, un ingenio patituerto y enfermizo de juego rápido que paga su vida con un choque contra el poste de la portería. 

El poeta Miguel Hernández

Morir se puede de dolor como Abdón en el estadio de Nacional en Montevideo, o de un accidente como el cancerbero de Hernández o el «forward» de Roa Bastos. Pero quizá también pueda morirse de placer, como el hincha anciano que en la dicha de la victoria de su equipo, fallece en la emoción del sacrificio humano. Fontanarrosa, en su relato «19 de diciembre de 1971«, describe el fallecimiento extático del fanático en su momento terminal: «¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos del día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! /…/ 

Fontanarrosa, humorista gráfico y escritor argentino

¡Qué más quería que morir así ese hombre! /…/ ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésta, hermano! Yo elijo ésa«. Ignoro si, de morir, moriré en un estadio de fútbol. Solo deseo que, de hacerlo, llamen a Maradona, y con su manita de Dios, me dé cuartel al más allá. Al fin y al cabo, yo ya he visto jugar al Pelusa, a Cruyff, a Messi y a Cristiano Ronaldo. Es difícil esperar más.

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