Si hay en España clubs de fans de Eurovisión, definitivamente no tenemos remedio. Si Australia ha participado en este pasacalles de saltimbanquis canoros que se celebra en Tel-Aviv, además de no tener remedio, no tenemos perdón por ser cómplices de tamaña felonía. Si San Marino es capaz de tener una banda musical que nos supera en puntuación y ningún infante peninsular sitúa en el mapa tan ilustre país, definitivamente España está vacía de población y vaciada de talento musical.
Si además, presentamos una canción que se titula La venda, es que queremos ponernos la misma antes de la herida. Si para cantar hay que bajar escaleras y correr escenarios, o clavarse una estaca como Bram Stoker, ya está faltando tiempo para presentar el próximo año al campeón de España de salto con pértiga. Si en la votación inicial solo nos puntúan Rusia y Bielorrusia, hemos de cambiar la denominación de origen de nuestro jamón ibérico por la de jamón caucásico. Si votamos más en Eurovision que en las elecciones europeas, definitivamente el Apocalipsis ha llegado. Apocalipsis Now. En fin, que podemos sustituir el chotis de la pradera de San Isidro por un escrache al ritmo de La cabalgata de las valquirias de Wagner o de The end con Jim Morrison en estado narcolépsico, porque los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgan por la Carrera de San Jerónimo.
Es probable que el párrafo anterior destile malicia deliberada y hasta un inconsciente ajuste de cuentas con una sociedad durmiente como la nuestra. Y es posible también que solo con el humor acerado y un punto surrealista se pueda dar respuesta a la maldición de una nación que no responde. Hubo un tiempo, hace un siglo, en que a la desidia social y al estraperlo moral se les respondía con el surrealismo cultural, como hizo Luis Buñuel, incluso cuando no quería hacerlo. Y así lo hizo con El Ángel Exterminador, un enigma sacramental, un absurdo inexplicable que no halla ninguna respuesta cabal en la razón, sino que bucea en el mundo de la incoherencia y de lo inexplicable como sentido mismo de la vida.
Para los menos versados en el genio del maestro de Calanda, quien hizo tamborrada del surrealismo, todo comienza en una casa señorial en la calle Providencia. Tras una función de ópera, un grupo de burgueses ensimismados en su conciencia de clase, deciden disfrutar de una velada feliz en una mansión. Cuando toman la decisión de retirarse a sus casas, comprueban que no pueden salir del espacio que ocupan sin causa física aparente.
No hay razón lógica para que no puedan abandonar la residencia, pero, como un sortilegio mágico, acaban atrapados en un purgatorio imposible y de duración indeterminada, donde arrecian los sentimientos de culpa, de autodestrucción, de sexo compartido y hasta el complejo atávico de Edipo en versión mexicana. Miedo a ser libres y libres de morir de miedo, como ya había filmado el de Calanda en El fantasma de la libertad. Vuelven a un claustro casi materno de relaciones previsibles, donde no hay que escoger más que la elección de vivir.
En un proceso salvaje de deshumanización y degradación, de descenso a los infiernos, Buñuel instala a sus personajes en una repetición constante de movimientos y de situaciones, en una mimesis delirante, en un clímax de inmutabilidad que rompe el espacio/tiempo para dejar al espectador sometido a su propio trance, que solo la propia violencia de los personajes va rompiendo. Si se observa el microcosmos de nuestras vidas representadas, que es el Congreso de los Diputados, todo parece tener sentido. Como en la película, las conductas de los diputados no revelan gran cooperación, porque el comportamiento predominante es el egoísmo y la impostura.
En vez de buscar juntos una solución basada en el firme propósito de alcanzar un acuerdo, que es el sentido mismo de la responsabilidad en común, van perdiéndose en un estado de soledad donde acaban buscando culpables sacrificiales del encierro. Pero, es más, la pertenencia al grupo de elegidos, la identidad de constituir élite parlamentaria, les impide tomar la decisión de salir, porque hasta la decadencia puede ser adictiva. Muchas veces una comunidad en crisis es ignorante de las razones mismas de esa crisis y no quiere alcanzar la reconciliación.
La gran lección de la película, si la exégesis académica lo permite, es que solo con la ayuda de todos se pueden superar umbrales y percatarse de que hay un oso en la habitación. En la película, además de corderos, un oso recorre las estancias, que, como la alegoría del elefante en la habitación, hace referencia metafórica a una verdad evidente que pasa inadvertida o es ignorada. Las verdades son incómodas y acostumbran a ser encubiertas para no revelar nuestras propias debilidades. Así ocurre también en el Congreso de los Diputados, donde figuradamente, como en la película de Buñuel, ondea una bandera amarilla en el exterior.
A escasas horas de que se hayan constituido las Cortes Generales, ya bullen los reproches y los sentidos de culpa ajena. Puede haber un diputado que, como en una escena memorable de la película interpretada por Silvia Pinal, doble una servilleta con gesto elegante en su cautiverio para, acto seguido, arrojar una piedra a la ventana. Es la piedra que añora la libertad y el pacto como razón de ser de la convivencia. Mientas tanto, el Ángel Exterminador cabalga de nuevo en el hemiciclo. Y, por azar o por designio, quien escribe este artículo lo verá a partir de ahora porque comienza también su encierro parlamentario. Yo, diputado. Comienza el espectáculo.
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