El año en el que dejamos de comer lentejas
A lo largo de mi vida he comido muchas lentejas que me han permitido forjar mi personalidad y que han impedido que sucumbiese al pesebrismo de la adulación de la autoridad de turno.
A decir de algún pretencioso de patrimonio heredado o de matrimonio hacendado, las lentejas son alimento de indigentes y menesterosos. Lejos quedan los pucheros a la lumbre de una noche de invierno o las proles infinitas del tardofranquismo o las abuelas de calendario en blanco satén. Como lejos quedan aquellos cuencos humeantes donde crepitaban el calcio, el magnesio, el zinc, el potasio, el fósforo o el selenio y la vitamina B9, que no es un androide de La guerra de las galaxias, sino que es el folato, una vitamina necesaria para el desarrollo de la actividad cerebral.
Lentejas, si quieres las comes y si no, las dejas
Las lentejas han pasado a ser un ingrediente residual, del mismo modo que el pensamiento libre y la reflexión crítica han pasado a ser una realidad excrementicia en el mundo del jabón de Instagram. Es más, en el mundo de la política, las lentejas no están presentes en el debate parlamentario como luminaria de mentes, sino para recrear en diferentes versiones en tribuna de predicadores la frase de la yaya «lentejas, si quieres las comes y si no, las dejas». A la sazón, es el nuevo himno a la unidad de quienes entienden la unidad como un contrato de adhesión.
Como andan poco avezados los diputados en el arte vernáculo de la lectura de la Biblia, pocos recuerdan el pasaje del Génesis por el que Esaú se vende por un plato de lentejas a Jacob, el de la escalera. En pleno proceso de elaboración de los presupuestos, no faltará algún Esaú de ocasión y saldo de fin de temporada que ponga su voto al servicio del primer Ministro de Hacienda que le ofrezca comer del puchero del «retail» político.
Las lentejas como símbolo de libertad
A la España hedonista de las últimas décadas, que ha bailado al compás del aria triunfal de Dale a tu cuerpo alegría Macarena, bien le valdría leer un cuento de Anthony de Mello. Reza así: «Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey. Y le dijo Aristipo: ‘Si aprendieras a ser sumiso al Rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas’. A lo que Diógenes le replicó: ‘Si hubieras aprendido tú a comer lentejas, no tendrías que adular al Rey».
Y hete aquí que, como un ensalmo, recordé que en mi vida he comido muchas lentejas, que me han permitido forjar mi personalidad y que han impedido que sucumbiese al pesebrismo de la adulación de la autoridad de turno. La libertad de pensamiento, la libertad de ser se consigue comiendo lentejas, no aplaudiendo al primer bribón siempre a merced de su capricho. Libertad es autodeterminación, autoposesión, rechazo a los estímulos deshumanizantes de los inservibles.
La autodisciplina como medio de superación ha cedido ante la sobreprotección
Hubo un día de un mes de un año cualquiera en el que la ética del esfuerzo dio paso a la ética del placer por el placer, en el que el domingo aplastó al lunes, en el que la responsabilidad cayó postrada a los pies de la irresponsabilidad, que la reflexión y el discernimiento fueron suplantados por la monserga de la crítica escuchada por cualquier presbítero de opinión en radio y en televisión. La autodisciplina como medio de superación y como escala de consecución de objetivos cedió ante la sobreprotección, el pragmatismo y el hedonismo sin causa.
Es allí donde se divisa un hiato paradójico entre algunos valores que persiguen las nuevas generaciones y los valores instrumentales. Porque es entrañable que se abracen las causas de la tolerancia, el pacifismo, la ecología o la solidaridad, cuando en cambio se han rechazado en algunos casos valores mediales que dan razón a todo como el esfuerzo, la autorresponsabilidad y la capacidad. Extraña que quien no se ha preocupado de generar riqueza ni valor a la comunidad más que en dosis limitadas, propugne la solidaridad con el esfuerzo de los demás.
La libertad hay que trabajarla
Y todo porque el placer se obtiene de modo muy rápido, sin esfuerzo, de modo que se convierte en una adicción sin coste alguno. Es la aventura animal del sofá con un móvil entre las manos. Todo está a su alcance a cambio de una tarifa plana. Quizá sea el momento de reescribir la Biblia sobre la base de la aparición del «homo digitalis», el hombre que apaga el esfuerzo y cede a las presiones del dominio tecnológico. Adiós al autodominio, adiós a la libertad.
La libertad nunca fue un regalo. No lo es ahora ni lo seguirá siendo. Es una conquista permanente en todo momento y en todo lugar. Pero para ser libre, hay que escoger ser libre. La libertad es elección. En cambio, la pereza es un estado de servidumbre en el que se abaten los menesterosos, aquellos que dejaron de comer lentejas. A vueltas con el confinamiento, y ahora que volverá el frío en unas semanas, lentejas. Muchas lentejas.