El día que Gilda recibió una bofetada
Hablamos hoy de mujeres de cine, de iconos de Hollywood y de su importancia a lo largo de la historia.
Reconozco que me sorprendió ver hace unos días en el cine una película distinta, incompleta pero diferente, como Una joven prometedora. Una poderosa película laberíntica sobre la violencia machista que, inevitablemente, para un clásico como yo, le evoca otras mujeres imposibles del cine en blanco y negro. Por todas, Gilda, setenta y cinco años después.
A decir verdad, Gilda no se llevó ningún Óscar, pero se llevó una bofetada imperial. A mediados del siglo XX, en el contexto de una sociedad norteamericana convaleciente todavía de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, hubo una escena que se convirtió en un hito de la historia del cine. Hablo del cachetazo superlativo, inconmensurable y maldito que asestó Glenn Ford a Rita Hayworth en Gilda.
La bofetada de Gilda
Nunca he entendido que un personaje como Glenn Ford, que gastaba aspecto de oficinista de manguito corto y de siesta larga, pudiese ser actor en las décadas prodigiosas de Hollywood. La escena de la bofetada se convirtió, desde el año 1946 en el que se estrenó la película, en un referente generacional; y no precisamente por constituir un maltrato complaciente en toda regla.
Cuando Ford golpea a Hayworth no hace sino cumplir con un código de sumisión que estaba presente en la relación de dominación del hombre sobre la mujer de aquella época. Era ficción, pero ficción ejemplarizante y consentida.
Una escena cargada de estereotipos
En el estereotipo de la América de posguerra mundial, Hayworth representaba la belleza pérfida e intolerable. El cuerpo desmedido y sensual de la mujer fatal provocaba la perdición del macho; ya fuera Hayworth en Gilda, Ava Gardner en Los asesinos (1946) o Mary Astor en El halcón maltés (1941).
La sexualidad mórbida de Gilda era inaceptable, por maligna y despreciable. Y porque ponía en peligro la integridad moral del paradigma del hombre justo y dominante. La mujer era demonio y fatalidad mientas el hombre era ingenuidad y bondad acechado por la tentación aviesa de la mujer.
Solo la intrepidez de Mae West, quien tenía que componer sus propios diálogos hasta que finalmente fue despedida por la Paramount, arrojó alguna luz a las tinieblas de la mojigatería santurrona del siglo. De hecho, la buena/mala de West fue detenida y condenada a diez días de cárcel por «corromper a la juventud«. En el otro extremo, la mujer bella era equivalente a la imbecilidad más irreverente, y ese papel le tocó, entre otras, a Marilyn Monroe.
La bofetada para demostrar el amor equilibrado
Por todas esas razones y alguna más, en la lógica del puritanismo conservador de la América corriente y de las tardes de invierno moral del franquismo peninsular, la bofetada de Gilda no era censurable. Por el contrario, era una técnica implosiva y aceptable para demostrar amor equilibrado en tiempos de cólera. Es más, la bofetada eugenésica a Gilda tuvo una proyección temporal mayor en nuestro país.
Porque mientras en Estados Unidos ya fulgían los avatares inconformistas del 68, aquí seguíamos a pan y agua entre El Santo y el rancho de Bonanza. Desde que en 1930 se aprobase el Código Hays hasta su derogación en el año del Señor en que yo nací, se impusieron reglas restrictivas y penosas que afectaron inexorablemente a las mujeres.
Las mujeres como Gilda eran tentadoras de carne abundante
El matrimonio en ese cine era una institución sacramentada e indisociable en la que la lascivia era innecesaria. Las mujeres eran sumisas, fieles servidoras de su marido y madres ejemplares, así como cumplidoras escrupulosas del sexto mandamiento. No tenían autonomía narrativa ni iniciativa. No acostumbraban a ser bellezas dominantes pues la exuberancia carnal habitaba extramuros de la paz conyugal.
En la mitología de personajes femeninos de la época, fruto de la ideología rampante, por un lado, estaba la categoría de las huérfanas, las ingenuas, las viudas sufrientes y las madres complacientes, incluso en algunos casos, madres coraje. Por el otro lado, figuraban las bellas estúpidas, las malignas o las tentadoras de carne abundante.
En definitiva, la mística de la mujer idealizada, sacrificada y azucaradamente buena contrastaba con la mujer que reventaba las normas y que se situaba al borde las convenciones. Incluso la mujer buena no estaba exenta de caer en pecado, si bien podía alcanzar el perdón mediante el correspondiente escarmiento moral. Era la tiranía de lo masculino que yugulaba las opciones de protagonismo de las mujeres, a las que se reservaban papeles secundarios o malditos.
La mujer sexual era necesaria en el negocio del cine
Como el negocio es el negocio, y a pesar de los clichés místicos del modelo mujer-esposa, era necesario paralelamente crear otro modelo opuesto de mujer sexual que despertase delirios de una masculinidad herida por la Guerra. Y la censura acabó aceptándolo en la medida que esa belleza rentable se asociase al pecado y a la penitencia.
Probablemente el mejor contraste de ambos arquetipos se encuentra en Mogambo (1953), película en la que dos mujeres atractivas, Ava Gardner y Grace Kelly, pugnan por el amor de un galán de época, que no sobreviviría ahora ni medio telediario, como es Clark Gable.
Las mujeres siguen en un segundo plano en el cine
Gardner es una mujer de mundo, que ha tenido amantes y con un pasado espeso y turbio; por el contrario, Kelly es mujer de alta sociedad que solo ha conocido a su marido, y que ha metabolizado todos los patrones de conducta del puritanismo de clase. Aunque Gable prefiere a Kelly, reconoce que no puede romper su matrimonio; y opta, como segunda opción, por la turbulenta Gardner. A quien para redimirla de su pasado, la acabamos viendo rezar y arrepentirse de sus propios pecados.
Ahora todo es diferente. O prácticamente todo. Y eso a pesar de que apenas hay papeles protagonistas para las mujeres en las películas que han obtenido Óscar en los últimos veinte años. Al menos queda la esperanza de ver Una joven pronetedora y volver a disfrutar con mascarilla de una excelente película.