El difícil y noble ejercicio de administrar justicia
Los jueces juzgan y los políticos legislan. No hay otra vía, no hay otra opción. Y así hasta el Día del Juicio Final.
Obispo o juez. En mi adolescencia, y mientras otros aspirantes a la edad adulta ambicionaban carreras posibles e imposibles y otros títulos de orla amplia, había tomado la decisión de ser obispo o juez. Lo de obispo, con la indulgencia plenaria del Papa, pues entendí que la jerarquía empezaba por arriba en una institución no democrática. Ya perdonó en su momento mi egolatría el cardenal Rouco Varela en un fin de semana, mano a mano, en Santo Domingo de la Calzada. Lo de Juez, con la venia del Consejo General del Poder Judicial, porque, ahíto de vanidad, pensé que estaba en mi mano impartir justicia.
Al final, ni obispo ni juez, pero licenciado en Derecho y opositor con éxito al Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado. Aún recuerdo una entrevista en televisión al director García Berlanga en la que, sin venir a cuento ni a cuentas, descerrajó la siguiente frase: “No sé cómo alguien puede querer ser Inspector de Hacienda”.
Veinte años más tarde, en una entrevista con Ángel Expósito en la radio me decía que el oficio de Inspector de Hacienda era el segundo más reprobado y calumniado del mundo, únicamente superado por los jueces de línea en un campo de fútbol. Estuve años sin revisar la cinematografía del valenciano, cándido de mí, a pesar de que España se encaminaba a una burda combinación de “La escopeta nacional” y “Todos a la cárcel”. El trauma por fin lo he superado.
De placas, sepulturas y abogados
A pesar de mi título, nunca ejercí como abogado, y eso que todavía cuando paseo por las calles, sobre todo de las ciudades de provincia, me gusta leer las platinas con los nombres de los letrados ejercientes. Y hay tantos modelos de placas como modelos de sepulturas, que bien se podría escribir un libro sobre el estilo y la estética de las inscripciones de los abogados. Hasta la diferencia de abolengo se puede descubrir en función del barrio, pues en barriada pudiente la longitud de los apellidos es mayor que en los arrabales y la periferia de los abogados del turno de oficio.
Puestos a hablar de sepulturas, entre tumbos y tumbas, recuerdo el pasaje en el que Hamlet habla sobre los abogados, en una conversación con Horacio a propósito de la contemplación de las calaveras que los sepultureros de Ofelia van pulverizando a golpe de pico y pala: “¿Por qué no podrá ser esta otra la de un abogado? ¿Y dónde están ahora las sutilezas y los distingos, dónde los subterfugios y las artimañas? ¿Cómo soporta hoy que ese grosero ganapán le dé con su pala inmunda en la mollera y se queda sin lanzar contra él una querella por injurias y lesiones?” La Escena Primera del Acto V de Hamlet es una venganza dramática y brutal contra artes, ensayos y oficios de la época. Los cantantes, los cortesanos hipócritas, los corredores de propiedades y, por fin, los abogados.
Resulta paradójico que Shakespeare no estudiara leyes, o, al menos, no se tiene conocimiento de que así fuera, cuando, en cambio, en más de dos tercios de su producción teatral figuran escenas de procedimientos judiciales. Cierto es que la sociedad isabelina era muy litigiosa. No causa asombro, pues, que la materia y esencia de la obra del dramaturgo inglés transcurra entre pleiteadores y tribunales, entre litigios y querellas, y, por su experiencia, delata en este noble oficio tanto los vicios y abusos como las bondades y cualidades de tan indomable oficio.
Independencia y justicia
A lo largo de los últimos años, y a raíz de determinados conflictos que la masa indigesta del pensamiento fácil ha denominado “conflictos políticos”, se ha cuestionado gravemente el mundo del Derecho y a los profesionales que lo ejercen en cualquiera de sus ramas. Y es sumamente injusto además de terriblemente improcedente. El Derecho y su aplicación práctica se presentan como una isla inabordable respecto de la moral crítica, un territorio inexpugnable blindado ante los conceptos peligrosos de la duda razonable, el pseudojuicio social o de la incertidumbre moral.
Llegado a este punto, hay que reconocer siempre la preeminencia de la norma jurídica, porque la norma ostenta una autoridad indiscutible frente a la doblez de la moral campante y frente a los juicios sumarísimos a los que se someten a ciertas personas por propagadores de calumnias y contertulios de verso suelto e inspiración limitada.
En cambio, ser independiente y ser justo simultáneamente puede no compadecerse con el juez que atribuye su independencia a la autoridad de la norma que aplica y que, en cambio, se le antoja injusta. Y es aquí donde puede surgir el dilema. Pero un dilema exclusivamente moral y, por consiguiente, de conciencia interna. Si la ley se antoja injusta, valoración que únicamente se puede hacer en el ámbito íntimo de cada uno, queda cambiar la ley pero no inaplicarla.
El mundo avanza cuando las leyes evolucionan y se detiene cuando las leyes se desobedecen. Tengamos claro que los jueces juzgan y los políticos legislan. No hay otra vía, no hay otra opción. Y así hasta el Día del Juicio Final.