Probablemente sea una inundación de dopamina en el encéfalo. O quizá sea una ebullición incandescente de la amígdala. Acaso el lóbulo temporal se exacerba. Serán las neuronas precipitándose escaleras abajo del cerebro tras cualquier manifestante violento en cualquier ciudad de España. O posiblemente sea todo a la vez. La ira en tiempos de cólera está muy presente, cada día más presente. Y qué decir tiene de la venganza, el ojo por ojo de toda la vida, que acabará un día con media humanidad ciega. Y, si no, al tiempo.
Los más tontos acostumbran a ser los más vengativos. Incluso buscan razones para vengarse aunque no haya motivo alguno para su violencia. Siempre me ha costado pensar que nazcamos con la sed primaria de venganza, porque los tiernos niños pequeños parecen más llamados a la paz que a la ira. Cierto es que he llegado a ver a energúmenos de ambos géneros que con edad poco avanzada ya se comportaban como Hannibal Lecter, habitualmente agresores propiciatorios de los celos y de otras psicopatologías patrias.
Con el fin de no faltar al respeto a la evidencia científica, diré que especialistas en neurociencia del Instituto Max Planck de Alemania probaron que el deseo de venganza emerge a los seis años. Mientras, los niños de cuatro y cinco años no experimentan ningún goce cuando observan a un niño castigado o que sufre cuando previamente ha hecho algo malo. Aún recuerdo en mi infancia en blanco y negro de patio de colegio de curas cómo era fundamental justificar la agresión al grito de “¡Él me pegó el primero!”, fuera o no cierto.
Siendo un niño, recuerdo que un compañero de escuela se acercó sin previo aviso ni razón y me atizó una bofetada en la cara de campeonato. Sin más. La oblea fue olímpica. A la vista del oprobio y del calor que me había dejado el mandoble en el rostro, varios gañanes de mi misma estirpe sujetaron al imbécil para que le devolviera una somanta de golpes. Reconozco que mi ira estaba más alterada que un rap rijoso de Pablo Hasél.
Pero como no tenía costumbre de golpear, quedé como un idiota ante todos. Imagino que, por renuncia al combate y a la venganza, perdí estatus en la manada de adolescentes, pero me di cuenta de que no era como el resto de primates encelados.
Recientemente leía un estudio antropológico por el que se constataba que los homínidos que no están acostumbrados al manejo de posiciones de poder son más rencorosos y tienden a tomar represalias de manera más rápida que quienes tienen una vasta experiencia en el cargo. De allí al sadismo solo hay un paso. Pero si la venganza pudiera ser una reacción fisiológica y psicológica natural en determinados casos, ahora resulta que existen psicópatas que se inventan posibles razones para la venganza. Hay una suerte de autoafirmación en quienes buscan que alguien les ofenda, con el fin de tomar represalias. Así se sienten bien consigo mismos y buscan además la anuencia del espíritu del grupo porque son aprendices de sadismo que viven del miedo y de la aprensión.
Se dice que la venganza es un plato que se sirve frío. Y no dudo que para mucha gente pueda ser un plato de sabor dulce cuando a mí me parece la peor hiel. La venganza ya se sabe que no tiene dueño, entre otras cosas, porque es la venganza la que se adueña de nosotros. Y es curioso que para muchos estúpidos sea necesario vengarse, de lo que fuere o de lo que no fuere. Todo con el fin de reequilibrar su compostura emocional. Disfrutan con el escarmiento al paso que ante sus esbirros manifiestan una obscena pulsión de dominación. No tienen sentido de culpa porque son idiotas al cubo.
En estos tiempos de confusión, donde magras manifestaciones de hombres y mujeres salen en defensa de incitadores del odio más abyecto, la violencia se normaliza. La ira es una parte consustancial más de todos nosotros, con la que los más desorientados disfrutan. La venganza, sin embargo, no sirve sino para reabrir heridas y prolongar el dolor de la ofensa.
Así que, toca elegir: o se está al lado de los que obtienen bienestar en la ofensa, o se está al lado de los que obtienen dolor en la venganza. Aunque bien pensado, no se puede elegir porque somos muchas veces insusceptibles de transformación. Quizá sea tiempo de quedarse en casa y fabricar muñecos de vudú. Tengo la impresión de que se venderían muy deprisa en tiempos de confinamiento y de espera. Mientras tanto, a leer a Hamlet, por venganza.
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