Cuestión de olfato. La nariz, a pesar de todo, es una ventana abierta al mundo, que tan pronto se deleita con los aromas que capta, como emponzoña las entrañas con los tufos que el cuerpo y hasta la mente exudan. Anatomía del buen gusto y del mejor olfato para aprendizaje temprano de nuestros niños. En cambio, como las reformas educativas son penosas y mendigan grandes pactos imposibles, la higiene debería ser asignatura troncal en la España invertebrada. Y del mismo modo que hay una “Historia del Arte”, debería haber una “Historia del Arte de oler bien”. Y como los libros de texto son perezosos en adaptaciones, propongo, si el olfato no me falla, que este artículo sea de lectura obligada en la España de la educación pública, privada y concertada.
Se dice que Mao Zedong despreciaba el agua y el jabón, y que su pestilencia era más vasta que la propia Muralla China. Amo y timonel del Imperio, recibía en verano a sus súbditos en calzoncillos y en camiseta. Los camaradas, rendidos en pleitesía a su bondad hedionda, nunca reprocharon su conducta, sino que soportaban los despachos administrativos con la angustia de una visita de emergencias al infierno. Es lo que tiene el poder absoluto.
Por esta extraña razón, me llamó poderosamente la atención en mi primer y único viaje a China hace casi tres décadas, cómo las mujeres hurgaban con gel la nariz varias veces al día hasta deshollinarla y dejarla más limpia que una patena. Es más, sugerían que los occidentales éramos gorrinos y de higiene paupérrima porque no teníamos costumbre de trabajar nuestras fosas nasales, más allá de la búsqueda de tesoros escondidos. Y, por convicción, acabé aceptando la tesis, porque no es uso europeo limpiarnos el hocico con esmero de limpiacristales.
Afortunadamente Mao Zedong paso de moda, dejando atrás el cuello y la pestilencia. A falta de datos sobre el uso de esencias en el origen de la civilización china, comenzaré por explicar que el uso del perfume en Mesopotamia tuvo inicialmente un carácter litúrgico. Como incienso ofrecido a los dioses para contrarrestar el hedor de carne quemada durante los sacrificios. Perfumes a base de canela, mejorana, tomillo, azafrán y loto se fueron extendiendo por el Mediterráneo, hasta dar en Egipto, cuna y tumba del buen olor. Cuna, porque se han hallado restos de salones de belleza que datan del 4.000 ante de Cristo; y tumba, porque especias y ungüentos eran utilizados para embalsamiento de los tránsfugas del más allá.
Y, milenios después, se siguen utilizando las mismas técnicas, esencialmente, el “enfleurage”, extracción de flores por contacto con materia grasa. Un perfume en el viejo Egipto podía maridar hasta cien ingredientes diferentes, la mayoría de ellos procedentes de Yemen y Palestina. Fue así como Cleopatra recibió a Marco Antonio con un suelo cubierto con más de treinta centímetros de pétalos de rosa. Y, al igual que mujeres de su estirpe, llevaba en la cabeza un cono de cera perfumada que, al fundirse, le iba cubriendo de esencia la cara y los hombros. Ideas para la trilogía de Grey.
No fue Grey sino Grecia la que recogió la tradición egipcia y mesopotámica. Y allí donde antes la aromaterapia se había desarrollado a base de tomillo, lavanda y sándalo, ahora se desenvolvía entre fragancias de cinamomo, tomillo, rosa, sésamo, violeta y aceite de oliva. El Imperio romano naturalizó las buenas costumbres y las enseñanzas de anteriores civilizaciones. Lo hizo a golpe de bálsamo de jazmín, nardo, rosa y tomillo. Pero, esencialmente que es adverbio de esencia, la Roma clásica se entregó al ritual del baño: primero el “unctuarium” donde se ungía el cuerpo de aceite, espolvoreado con arena que se rascaba con estrígila. A continuación, se pasaba a los baños, primero uno caliente, luego uno templado y, finalmente, un baño frío.
Baños públicos como las termas de Caracalla contaban con 1.600 asientos de mármol, con un aforo para 2.300 bañistas, mientras los campesinos se aseaban diariamente en el cauce del Tíber. Fue Popea, la esposa de Nerón, la que se hacía acompañar en sus viajes por 500 burras como suministro de leche para sus baños, porque no había leche en polvo. O sí. Nada de eso sería posible ahora en la época de la modernidad animalista y del equipaje “low cost”.
El cristinanismo primitivo y, tras esa época, el propio Medievo demonizaron lo superficial, así fuera la misma higiene, y preconizaron la austeridad como colmado de voluntad divina. Desde Dante hasta el mismo Bocaccio reprimieron en sus obras las prácticas de tocador femeninas. Fue en 1508 cuando, tras años de oscurantismo y mugre, la propia Iglesia que se había abonado al cochambre corporal y hasta cerebral, patrocina la perfumería de los Dominicos de Santa María de Novella en Florencia, con apoyo papal y de los Medici.
El cuerpo recuperaba aromas al tiempo que en la localidad francesa de Grasse surge una industria perfumera que pronto se convierte en la referencia del ramo. La nobleza y aristocracia de toda Europa rabian con verdadero frenesí por adquirir el perfume más exótico de las fragancias de Grasse. En definitiva, conforme caía la estricta moral cristiana y el poder de la Iglesia católica, reservando el olor del espíritu humano al carbón e incienso del botafumiero, avanzaba el uso de las esencias, no solamente entre mujeres sino también entre hombres.
Con Enrique III en Francia era costumbre que los varones se perfumaran; y con Luis XIV se va instaurando un mercado de importación y distribución de productos básicos a través de Venecia a cargo de los almizcleros. El Rey Sol, en cambio, ha pasado a la historia por haberse bañado únicamente de forma completa dos veces en su vida y por prescripción médica. Cabe entender, al fin y al cabo, que el Estado era él, y así hacía lo que le daba la monárquica gana con su cuerpo, hasta la putrefacción final.
Paradójicamente, a finales del siglo XVIII se produce una inversión de la ética y de la cosmética. La Revolución Francesa de 1789 pulverizó toda práctica de embellecimiento personal por considerarla contraria a la nueva moral imperante, como unos años antes, en la Inglaterra de 1770, un decreto del Parlamento condenaba como bruja y anulaba el matrimonio de la mujer que lo consiguiera mediante peluca, tacones altos, pinturas y perfumes. El siglo XIX, a cuestas con la Revolución Industrial, fue el tiempo de los hombres limpios y sin perfume, a diferencia de los hombres de la modernidad anterior, que eran sucios y perfumados.
Hubo que esperar a 1890 para que Madame Lucas fundara en París el primer Instituto de Belleza. Fue unos años antes de que, a partir del eje París-Londres-Nueva York, se conformara una verdadera industria de la cosmética a nivel internacional. Elisabeth Arden, Harriet Hubbard Aver, Nadia Grégoria Payot y, sobre todo, Helena Rubinstein. Paralelamente, surge una prensa especializada dirigida al público femenino que toma el papel de escaparate de las tendencias más en boga. Desde entonces, el aroma en piel de muchas mujeres, y también de hombres, se aspira también en las páginas de las revistas. Pasen, lean y huelan.
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