Somos hombres y mujeres de poca fe, de crítica rápida y de prejuicio previsible. Ni más ni menos, españoles. Por esa razón, y por muchas otras que no vienen al caso, los hispanoescépticos y los relapsos en desgracias y herejías, ya habían sentenciado que no se iban a constituir gobiernos autonómicos ni municipales. Olvidaban los agoreros que España es país de Compromisos, como el de Caspe para fortuna de la dinastía de Fernando el Católico; también de Pactos, como los de Guisando con sus berracos para beneficio de la Reina Isabel; de Capitulaciones, como la de Santa Fe, para que Granada se constituyera en primera Agencia de Viajes al Nuevo Mundo; de Tratados, como el de Tordesillas, que entre vecinos un buen acuerdo siempre es inevitable; y hasta de Abrazos, como el de Vergara en la edad moderna, que ya andaba Maroto por entonces estrechando compromisos con Espartero y compañía.
Cierto es que, en un primer momento, como la palabra en el Génesis, fue el pacto, aunque cierto es también que en algún caso no ha pasado de ser un parto, pero el de los montes. En la breve fábula de Esopo sobre el parto de los montes, se describe, con la síntesis de la parábola, el valor y el significado de una menudencia: «En tiempos muy remotos dieron los montes tales señales de desasosiego, que todos creían que iban a suceder cosas muy espantosas. Pero al fin se abrieron con un gran estruendo y apreció un ratoncillo. Dejaron a su vista tener miedo los hombres y todos se echaron a reír». Sin necesidad de salvar distancias, y una vez cerrados los acuerdos, los españoles han dejado de tener miedo y han recuperado la calma postelectoral, que buena falta hacía. Ahora solo falta comprobar si los ratones son más previsibles que las cobayas de Pavlov o si el sueño de los pactos encierra monstruos y no ratones. El tiempo dirá.
Pero no es menos cierto que, en un segundo momento, como Adán y Eva en el Paraíso, del parto se ha pasado al reparto, como si fuera el botín de unos piratas. No han faltado casos en los que del botín han pasado al motín, y, si no, pasen y vean el espectáculo del cofre con papeletas del Ayuntamiento de Huesca, que hay filibusteros y corsarios de voto y mente en blanco. Que tiemble, o reble según los usos del Alto Aragón, Johnny Depp, que Sparrow ha dejado de ser pirata en el Caribe para convertirse en bucanero en los Monegros.
Lamentablemente, la selva o los océanos infectados de bajeles piratas son espacios más civilizados que algunos tabernáculos y agrupaciones políticas, si bien existen no pocos paralelismos. Cada barco y su tripulación disponían de su propio código, con unas normas específicas de convivencia. Pioneros en la redacción de códigos fueron Bartholomew y Morgan quienes elaboraron verdaderos estatutos que regían las costumbres de la piratería, como hay estatutos que rigen genuinamente cada partido político. Los códigos de la piratería, como los de la bellaquería y del pillaje, incluían estipulaciones sobre el reparto del botín, y hasta indemnizaciones por mutilaciones. Ocasionalmente, aumentaban las indemnizaciones como incentivo para aumentar el arrojo de la tripulación, como hizo Morgan en Panamá. Aquí y ahora, como entonces, juegan también los incentivos. Además, el código incluía un cuadro de infracciones y sanciones que se consideraban delitos graves, tales como hacer trampa en el juego o desertar en un momento importante. Hoy no se pasea por la quilla al infractor ni se le obliga a subir al palo mayor entre vientos huracanados y mareas. Es lo que tiene la modernidad de las penas en tiempos del regeneracionismo político.
Allá en el siglo XVII, en pleno océano de ambiciones y de patentes de corso, de bandoleros marítimos subvencionados y de saqueadores en aguas internacionales, los necesitados se hacían piratas por falta de recursos o porque su barco había sido abordado, debiendo optar entre hundirse en la profundidad del mar con él o unirse a una tripulación asaltante. Ya le está faltando tiempo a las Facultades de Ciencias Políticas para llevar a cabo un estudio sobre los candidatos que han saltado a otra cubierta para asegurarse vitualla y provisiones, que la vida en el mar es muy dura y cada vez somos más longevos. Hay más. Los recién incorporados con el tiempo podían ascender en la jerarquía de la banda marítima, dependiendo del nivel de adaptación al mundo que les rodeaba, mediante el desarrollo de capacidades como la astucia y la adulación, en una etapa en que no existían ni las consultoras ni los tutoriales de autoayuda. No hemos cambiado.
Incluso los piratas juraban y se juramentaban, en presencia y compañía del resto de la tripulación, en el puente del barco ante un vaso de ron y una Biblia, o, en su defecto, ante un crucifijo o un hacha de abordaje. Lo único imprescindible era el vaso de ron. Como aquella canción que cantábamos hace años y que prácticamente nadie recuerda que era parte de la inmortal novela de Stevenson «La isla del Tesoro»: «Quince hombres sobre el cofre del muerto. ¡Yo, ho, ho! ¡Y una botella de ron! La bebida y el diablo se encargaron del resto. ¡Yo, ho, ho! ¡Y una botella de ron!» De la España que cantaba rones y que jugaba a policías y ladrones, hemos pasado a la España de los drones. Desengáñense, es la España de la famosa Thermomix, en la que se introducen ingredientes en el artefacto y salen comidas elaboradas. Comienza el tiempo de la digestión.
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