El primer día de mi vida en el que no sepa quién eres
Carta de un futuro enfermo de Alzheimer a su hijo.
Escribo con el vigor que entraña la consciencia y pienso con la fuerza de mi voluntad. Escribo porque pienso y pienso porque escribo. Pero sé, a ciencia cierta, que un día me enfrentaré, libre de prejuicios, a la certeza del fin, al rincón de la desmemoria, con la clarividencia de que la muerte es acaso la verdad más profunda. Y ese día tu rostro no tendrá nombre ni condición, porque será una máscara en el horror de mi olvido. No saberte, no nombrarte, no verte como un ciego que viendo no ve. No lastimes mi olvido con culpas inmarcesibles ni penas que retrotraen el alma al confín de lo que pudo ser y no fue. No castigues mi indiferencia de nuevo niño que emprende la vida de las sombras, porque ya viajo solo en este vagón de irrealidad donde todo se repite menos tu propia esencia ya olvidada.
No nombrarte porque no sé quién eres. Quiero pedirte perdón desde mi consciencia ahora que entro en la caverna de la indiferencia. Todavía guardo resonancias de aquellos días en que los rostros tenían nombre y los acciones, consciencia. Deja que mi sonrisa meza tu angustia, porque mi rostro ya navega en el abismo del olvido, sin vértigo y sin compasión. Desde el conocimiento de lo que ha de venir, te pido que no me olvides tal como fui pero tampoco me olvides ahora como soy. Quiero que reconozcas la paradoja de nuestras vidas a partir de este día en el que te miro y no descifro tu identidad. Porque ahora que mi mente transita entre los fantasmas de un presente sin pasado, en el momento terminal en que mi alma se aleja de la mente, en el momento en que soy un extranjero sin visado en un cuerpo que no me pertenece, ahora que mi desentendimiento me hurta la razón, quiero pedirte perdón. Y lo hago desde la certidumbre de la escritura viva aunque te sonría esta boca que susurra un instante de comprensión.
Léeme la carta aunque no la entienda, pero es tu voz y es voz regalada. Recuérdame al maestro Borges en el laberinto de sus espejos: «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». Así es la memoria que es olvido, y así son los meandros en los que camina este transeúnte sin mapa ni dirección. He llegado hasta aquí y cuando escribo esta carta sé que en algún momento habré de destrozar el cristal de ese espejo que de niño me regalaba mi imagen, con todos los temores inadvertidos de los errores que no sabía nunca que cometería. Hoy veré mi rostro en el tuyo, y no sabré quién eres porque apenas me reconozco en mi propio misterio. Ni siquiera sabré si me has perdonado, aunque la conciencia de la redención ya se aleje de mí. Te pido que me cojas las manos en este momento. Perdóname o condéname pero no dejes de tender tus manos.
Cuéntame un cuento y hazme hijo cuando fui padre. Que resuenen tus palabras mientras viajamos con Gulliver a la isla de Glubbdubdrib. Te reías cuando leíamos como los Struldbrughs, en la prosa de Swift, cuando llegaban a los noventa años, «olvidaban el nombre de las cosas y el de las personas, incluso aquellos más cercanos y parientes. Por la misma razón no se entusiasman con lo que leen, debido a que la memoria no les ayuda a recordar lo que recién han leído al terminar apenas uno oración». Hoy soy un Struldbrugh de sonrisa plácida y camisa de almidón, que no sabe quién es Gulliver.
Hoy siento que muchos seres diminutos, como termitas, horadan mi cuerpo y trepanan mi mente, y me llenan de silencios donde antes había sonidos, de sombras donde antes había luces. Ahora que el presente amolda mis letras a mis recuerdos, antes de perecer en el espejo de la vacuidad, aún viene a mi memoria el episodio en el que Gulliver visita la Gran Academia de Lagado, donde se invertían cuantiosos recursos en investigaciones absurdas como extraer rayos de sol a los pepinos, ablandar el mármol para usarlo como almohada o a descubrir conspiraciones políticas mediante el examen de los excrementos de personas sospechosas. Es el sino de la investigación, porque no hubo cura a esta negación progresiva de mí mismo, a la muerte en vida, acaso porque la ciencia se distrajo al igual que hoy se distrae mi mente.
Hazme caso por una vez y lee Cien años de soledad. Deja por una vez que García Márquez venza a Vargas Llosa. Y adéntrate en el universo menor de José Arcadio Buendía que en su lucha contra la pérdida de la memoria semántica, construye una máquina de la memoria: «Descubrió que tenía dificultadas para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método».
Cuando acabes el libro, repasa sus cuerdas por las venas de mis manos y por las yemas de estos dedos desorientados. Deja que el olor a hoja seca penetre como nueva fragancia por mi nariz sin descubrir y que atraiga aromas de Visitación, la misma que advertía sobre las consecuencias de la peste del insomnio: «Cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de su infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aún la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado». Idiotez sin pasado. Pues bien, llámame idiota pero llámame.
Hay un lugar dentro de mí que quiere verte como eras y no como te veo hoy. Una superficie que habita en otra dimensión donde el pasado es luminoso y donde todo tiene la lógica de lo que fue. No quiero recordar todo, pero sí recordar. Buscar ese espacio al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, donde los pájaros se esconden cuando giro la cabeza. He de aferrarlo con todas mis fuerzas porque si no lo hago, aunque solo sea una vez, no podré hacerlo nunca más. Yo no sé si he llegado a alguna parte entre el todo y la nada. Tampoco sé si mi viaje ha concluido. Pero no olvides lo que fui porque tu memoria ahora es la mía. Y no olvides lo que soy a partir de ahora. Un cuerpo que te amó y que desde su limitada consciencia sigue queriéndote. Y aquí te esperaré todos los días. Sin prisa y sin memoria.