Era costumbre en nuestra tierna infancia pedir perdón a granel, cada vez que injuriábamos u ofendíamos a alguien. No era un acto de contrición autónomo, sino que estaba precedido habitualmente de una filípica de padre o madre, y, en algún cruel momento, de un bofetón trazado con escuadra y cartabón. Cierto es que era una liturgia pagana, por aquello de pagar la penitencia, y una vez pronunciado el conjuro, ya se podía volver a reincidir, que todavía no existía la prisión permanente revisable. Por llegar a hacer, he llegado a pedir perdón incluso cuando no había cometido falta alguna, siquiera sea por ocultar culpas de un amigo. Los hay que piden perdón de rodillas y en pie de confesionario, mientras ya barruntan nuevos daños y perjuicios. Y así nunca se podrá acabar con el azufre satánico, que produce más atracción que un chute de botafumiero.
Puestos a pedir, estamos que lo regalamos, pues España se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en el eje del mal, que no hay moro o cristiano que no nos exija perdón. Comenzó este delirante despropósito ese gran intelectual con pie en gobierno mexicano llamado López Obrador cuando dijo que Felipe VI debía disculparse por los agravios cometidos en la conquista del territorio azteca.
Pero como piensan que somos expendedores de perdones, una mezquita de Sevilla, unos días después, intimó al mismo Rey, también llamado «El perdonador», a excusarse por la Reconquista. Ha de ser tal la insoportable levedad del ser español, que se ha abierto la veda, entre tanto discurso de escopeta y ajo de madrugada, para que nos indulten como nación, que vaya tropa debemos ser a los ojos de los demás. Quizá aprovechando la inmediatez de la Semana Santa, habría que pedir al Gobierno la conmutación de nuestra condena, que hemos de ser reos de delitos de lesa humanidad juzgados bajo el rito tenochca o salafista. Somos herederos de nuestra fama, tribunos de nuestra reputación como pueblo. Somos leyenda negra.
La expresión «leyenda negra» tiene su origen en 1913, y responde a una explicación escasamente legendaria, pues fue el título con el que un funcionario del Ministerio de Estado ganó un concurso literario del departamento. El entregado empleado público delimitó el término con el siguiente alcance: «ambiente creado por los fantásticos relatos que acerca de nuestra historia han visto la luz pública en todos los países, las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y como colectividad, la negación o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones del arte y de la cultura, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado contra España, fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad«.
Ante esta definición tan completa, cabe preguntarse si, como aprendices de narcisistas, España ha desarrollado un síndrome depresivo y autopersecutorio, más propio de su ensimismamiento ancestral, o bien es cierto que existe una crítica externa, recurrente y sistemática, negativa y destructiva sobre España, los españoles y, ante todo, sobre lo español. Aunque, paradojas de la tribu, a la derecha del centro de gravedad político no le parece razonable pedir perdón, y, en cambio, la izquierda política del meridiano cero tiene conciencia de pecadores retrospectivos y se afanan en pedir perdón a quien se tercie, incluso a los tercios de Flandes. Y es que el mundo, desde el Ecuador, se divide en perdonadores y perdonavidas. Y cada uno habrá de buscar su espacio.
Profesionales de la angustia patria ha habido en diferentes momentos y etapas: Quevedo en el siglo XVII, los ilustrados como Cadalso en el siglo XVIII, Menéndez Pelayo en la Restauración o la Generación del 98 con el rentable ideario del «problema de España». He llegado a la conclusión, después de una inmersión sin piedad en el cuenco de la angustia nacional, de que somos presas de ataques contra nuestro yo colectivo emocional cuando manifestamos prepotencia o hegemonía, o, en caso contrario, cuando exhibimos ignorancia, aislamiento y complejo como país. Por desgracia, y en defecto de supremacía planetaria, vengo a pensar que nos humillan por debilidad y por falta de reacción ante la malevolencia de nuestros calumniadores.
Es más, he venido a pensar, más allá de los tópicos y de las banalidades de los estereotipos históricos, que nos sacuden porque nos dejamos sacudir como nación. Y nos dejamos, porque somos débiles. Y somos débiles, porque hay quienes disfrutan del masoquismo psicopatológico de sentirnos menos que los demás. Y como la estupidez es premio nacional del trabajo en este país, habrá quien piense que hay que pedir perdón a nuestros conquistadores por haberlos reconquistado. Ya he empezado a desplazarme de rodillas hasta Santa Fe para pedir perdón a Boabdil el Chico. «Que ya siento que le reconquiste, que usted tenía derecho a conquistarme». A quien había que desenterrar en este país es a Gila, quien quizá pondría un poco de orden en medio de este concurso de ideas para seleccionar al tonto más tonto de España.
España es país de bandas sonoras y de sonido de bandas. Pero, rarezas peninsulares, no hay generación que no tenga un himno al perdón. Porque el Dúo Dinámico vino a pedir perdón hace cincuenta años, y medio siglo después Pablo Alborán hace lo propio. Empiezo a sufrir ansiedad porque quiero pedir perdón y todavía no sé muy bien por qué. Solo pido que alguien me perdone. Y así podré descansar en paz hasta el próximo artículo.
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