Corría el año del Señor de 1980, a dos años de distancia de que se aprobase la Constitución, cuando Alaska y los Pegamoides arrasaban con ‘Horror en el hipermercado‘. Una canción delirante que no pasaría hoy los patrones de la estrechez intelectual de algún Ministerio enfrentado con la igualdad.
Intuyo que “Esta chica no coordina/Mary Pili ven monina” se antojaría al puritanismo igualitarista como una herejía sexista. El mismo puritanismo que no aprecia reproche alguno moral en las letras del analfabeto de Hasél.
Al compás de aquellos versos ochenteros de los parroquianos de la movida madrileña, se escuchaba con acento de mexicana capitalina aquello de “Horror en el ultramarinos/Mi chica ha desaparecido/y nadie sabe cómo ha sido/no, oh”. Actualmente, a raíz de lo ocurrido en la última semana en el hipermercado de la política española, más de una ha desaparecido y nadie sabe cómo ha sido. Porque la política de una parte a este tiempo es mercado, neuromarketing y psicología que contrarrestan el libre albedrío para convertirlo en una vana ilusión. Y vaya ilusión.
Porque en la política, como en cualquier negocio, la ilusión visual que representa la primera impresión es esencial para comprar o no un producto. Hete aquí que en el último decenio se ha optado porque al entrar en la tienda lo primero que se vea sean productos frescos y saludables.
En la política española ocurre algo parecido, pues se expone como producto inicial el que tiene mejor aspecto, entrado en los treinta años, cuidado y pulcro. En los estudios llevados a cabo por los psicólogos para identificar la conducta humana en una tienda, se ha comprobado que si se adquiere inicialmente un tipo de comestible de este tipo (fruta, verdura), posteriormente eres más proclive a comprar productos precocinados, dulces e incluso alcohol.
Tal cual es la política, que optas por un producto saludable para acabar dándote cuenta con el tiempo de que cargas el carrito con todo tipo de productos precocinados, algunos ya antiguos. Además, en los supermercados siempre la leche se apila en el fondo. De modo que te obligan a dar vueltas de acá para allá para que recorras todo el establecimiento. En política, la leche es producto habitual, pero de la mala.
Como se ha visto, las frutas y verduras parecen que acaban de ser descargadas de un camión que las transporta directamente desde el campo. Ahora bien, al pronto se comprobará cómo solo las más deseables son las que se colocan en la superficie tras ser irrigadas con agua fresca e iluminarlas con una luz cenital.
Por eso, debería pensarse cómo es en realidad un líder político sin pulir ni edulcorar. Porque seguramente no dejaría de ser un objeto de consumo escasamente sugerente. Una de las consecuencias del confinamiento fue comprobar el deterioro físico que experimentaron algunos políticos en apenas cuatro semanas, ya que habían sido desprovistos de sus afiches para el maquillaje y el pulimento capilar. A ciencia cierta se comprobó que la especie política no sobrevive mucho tiempo al Zoom porque parecían la mayoría animales enjaulados en el Zoo.
Nuestros políticos juegan con la altura, igual que en un supermercado. Se puede comprobar fácilmente cómo los productos más caros están a una altura sobre 1.60 metros de modo que ni altos ni bajos tengan que inclinar la cabeza para verlos. Las golosinas para niños se colocan abajo, a la altura de los ojos y de los brazos de los más pequeños. Sería fácil gastar broma sobre el tamaño de algún político actual para determinar la medida de los productos con precio alto.
Pero lo que verdaderamente importa es que también en la política juegan con nuestra capacidad visual y, por consiguiente, con nuestra voluntad. Y es que lo que nos es mostrado directamente es aquello que quieren que adquieran los ciudadanos. Y lo demás, queda en un ángulo de visión inapreciable.
Y, además, juegan con los emparejamientos, como en política. Salchichas y mostaza aparecerán unidas, como el pan y el paté, o la pasta y el queso rallado. Aparentemente parece razonable, pero, como siempre, hay truco: aprovechan para colarnos productos más caros que nunca se adquirirían si se vieran por separado. En política, es frecuente que el elector tenga que votar a un candidato que aparece en la lista que no habría votado en toda su vida. Y lo hace por el solo hecho de que el producto principal, esto es, el líder del partido, le convence. El problema es cuando los dos productos acaban siendo incompatibles, y uno de ellos no puede ser consumido.
Por último, hay que pasar por la caja y hay que pagar. Si te cogen con las horas bajas y los ánimos alicaídos, acabas comprando lo que no quieres. Productos que están expuestos en el propio mostrador de pago: chicles, chocolatinas, golosinas y en países anglosajones, calcetines, que deben ser muy necesarios en esas latitudes. En la política, una vez que has elegido lo principal que era lo que pensabas comprar desde el inicio, te acaban vendiendo otros productos que nunca habrías comprado. Por muy necesarios que pudieran ser en algún otro momento.
“Empujando mi carrito/lleno de Quench y Mielitos” es letra intolerable en el Ministerio imposible de Consumo del actual Gobierno. Pero eran los ochentas, tiempo de libertad y de política para ciudadanos y no para profesionales. En aquel tiempo no había mucha competencia efectiva en el mercado, a diferencia de la actualidad donde marcas y establecimientos se abren camino por doquier. Será que hay mercado. Será que se puede vivir de esto.
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