Dudo, en ocasiones, que la edad sea justa, y no tanto porque nos aleje del punto de partida para asomarnos al balcón del final, sino porque nos deforma el juicio con el que examinamos la realidad. En cambio, no tengo dudas en afirmar que he sido y, lo peor, sigo siendo testigo de transformaciones sociales y antropológicas inimaginables hace tan sólo cuatro décadas, cuando una cabina de teléfono era una cabina y un político no era un narcisista de primera necesidad. Cuando observo, entre el pánico ambiental y la rutina de lo absurdo a dónde estamos llegando, solo puedo concluir que pensar críticamente y hacer oficio de ese pensamiento es un deporte de riesgo entre tanta mediocridad. No me declaro inteligente, como tampoco me declaro superior a nadie, pero lo que no acepto es que los necios y mentecatos, discípulos de la nada amodorrada y del gregarismo de botijo, vengan a dar lecciones como matasietes en un salón del oeste.
“La edad nos deforma el juicio con el que examinamos la realidad”
La democracia igualitarista del mediocre lleva a nivelar a todos acomodaticiamente, porque el mediocre solo sabe organizarse en torno a más mediocres. Las reglas del círculo de mediocridad consisten en organizar la adulación del jefe, que cuanto más mediocre más necesita lisonja, en atraer nuevas subespecies al gremio de aduladores y en demostrar adhesión por la vía del tráfico e intercambio de favores. De la adulación a la delación hay un paso milimétrico. El adulador legítima su posición de mamporrero a través de la acusación y del señalamiento del disonante, del disruptivo. Son salvajes como en El señor de las moscas, y más salvajes aún si les va la vida en ello, porque han convertido la adulación al gran cenutrio en su forma de subsistencia.
El mediocre no tiene que ser necesariamente un incapaz, ni un iletrado. Por ejemplo, en la política española, el 90 por ciento de los diputados tienen títulos universitarios, lo que en sí mismo para algunos no ha sido fuente suficiente de conocimiento a la vista de cómo se las gastan. El primer ministro sueco es soldador y no tiene por qué ser mediocre. Bien al contrario, he conocido a lo largo de mi carrera ministros que te hiperventilaban a la cara su peculiar inteligencia, acompañada de títulos y oposiciones en el sector público, y eran unos palurdos de libro. También hay una diferencia entre mediocres útiles y mediocres inútiles. El mediocre útil no piensa por sí mismo porque no deja de ser un súbdito, un ser sin aprensiones ni convicciones propias. El mediocre inútil no sirve ni siquiera para aplicar su conducta servil en la tribu de los mediocres.
El mediocre es un ser que no quiere destacar, que busca refugio en la tribu de mediocres que se retroalimentan, que encuentra mayor auxilio en un libro de autoayuda que en un libro de filosofía. El mediocre no anhela resolver problemas a largo plazo porque para el superviviente solo se vive del corto plazo. Y a esta jibarización del ser humano se ha llegado con la colaboración inestimable de las nuevas tecnologías y de las redes sociales. La memez de alguno cabe en una fotografía de Instagram, vaporeada por cientos de “me gusta” tan bastardos como insinceros y siempre patéticos. Es más, habrá un día en que algunos mediocres que se han alimentado de la luz de gas del Twitter y de Instagram, no serán nada por mucho que seguirán viviendo pendientes de los “me gusta” que fueron y ya no son.
La mediocridad es un verdadero régimen que se promueve en la comunidad de mediocres, y lejos de ser contrarrestada, es vitoreada. Los mediocres tienden a ser iguales, a decir lo mismo, partituras de argumentario en mi bemol mayor. Pero como se han hecho fuertes, escupen a los otros, a los que hacen de la reflexión y de la opinión cultivada una alternativa frente a la estupidez. La estulticia del imbécil se ha impuesto bajo la lene ocurrencia de cualquier tweet con caracteres, pero sin carácter. Y el periodismo moderno ha contribuido a ello. Y vaya si ha contribuido.
El mérito, el esfuerzo y la capacidad han sido derrocados por la trama del nepotismo del idiota, que juega a eso, a ser idiota, y a comportarse como un borracho desbocado a la puerta de una taberna. Sienten orgullo de ser mediocres, cuando debería darles vergüenza. Algunos casos son patológicos y requieren un tratamiento específico. Porque ser mediocre se ha convertido en una forma de vida, cómoda y rentable, que convierte lo evitable en inevitable, y lo inaceptable en aceptable. La morfina de la mediocridad sume al tonto en un estado de bienestar perdurable, sin temor a represalias. El mediocre consume palabras vacías, lenguaje insulso, convenciones semánticas que atacan el más básico instinto racional. Son los mediocres los verdaderos ultras de la sociedad. Y todavía no lo saben.
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