Noche de viernes. Me removía desconcertado en mi sofá penitenciario porque no había escuchado la habitual “Oda al Queroseno”. Procuraba también controlar mi impulsión de abandonar algún chat que produce sobre mí la misma reacción sociopática que la música de Beethoven en el protagonista de La naranja mecánica. Entre las pocas alegrías de esta tristes horas, e imagino que en homenaje a Lucía Bosé, la televisión pública emitía Muerte de un ciclista (1955) de Juan Antonio Bardem, una película transgresora sobre el adulterio cuando el confinamiento en España era autarquía política y social.
“En el nuevo mundo después de la crisis, a los impuestos se les llamará donaciones convenientes y a las donaciones, latrocinios”
En estos instantes de encierro, los españoles han descubierto que se puede ser adúltero con tu propia mujer o marido, a despecho de los amantes abandonados. Unas horas antes, por azar de saga, Javier Bardem había anunciado una importante donación de material sanitario a un hospital de Madrid, con el apoyo logístico del mefistofélico Amancio Ortega, el mismo Satanás que unos meses antes había sido demonizado por la casta del pensamiento único. Bienvenida sea la conversión, pero nada bueno suele tener la fe del relapso.
Por otro lado, de esa España reciente de copa y faria de estadio de fútbol a las cuatro de la tarde, aún recuerdo cómo había un prestigioso jugador portugués ahora en Italia que muchas de sus donaciones las silenciaba. Porque quien dona no tiene la obligación de hacer pública su buena obra, a salvo de que pretenda publicidad. Si es así, hay compensación en la generosidad y, por consiguiente, el altruismo es una estrategia combinada para la mejora de la reputación.
No han faltado tampoco los bocachanclas de ideas rápidas que han venido a penalizar las donaciones para persuadir al Presidente del Gobierno a que sean donaciones preventivas y obligatorias. Esto es, que a los tributos vamos a pasar a llamarlos contribuciones anticipadas de carácter voluntario so pena de exigirlos imperativamente. Pues nada, que en el nuevo mundo después de la crisis, a los impuestos se les llamará donaciones convenientes y a las donaciones, latrocinios.
De regreso al cine, la película arranca con la escena en un coche de dos amantes ilícitos que accidentalmente atropellan a un ciclista y lo abandonan a su suerte. Remembranzas de infancia, recordaba esa escena y la elipsis que termina con el coche emergiendo desde una curva en un páramo casi monegrino para acabar deteniéndose. Probablemente aquella curva pertenece al país de las imágenes de mi infancia, del mismo modo que la curva de la pandemia ha pasado a formar parte del país de las realidades de mi madurez.
España, país de cuestas de enero, de pendientes de verano y de curvas en carreteras secundarias por las que ahora pasta a sus anchas toda la fauna salvaje de Félix Rodríguez de la Fuente. En fin, que a la vuelta de este confinamiento, España en algunos territorios ha pasado a ser el Planeta de los Simios, eso sí, con lengua simiesca vernácula e identidad de mono como en La isla del Doctor Moreau de Wells.
Cuando el Ministro de Sanidad, Salvador Illa, un fugaz destello físico de Ernest Lluch, comparece para repetir una y otra vez que hemos de esperar a “doblegar la curva”, nos enfrenta a los españoles a la geometría de la emergencia. Mientras tanto, los ciudadanos releen literatura clásica, que no hay mal que por bien no venga en estos Tiempos difíciles, como reza la primera frase del libro de Dickens: “Lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida solo son necesarias las realidades”.
Que ahora vengan los apóstoles del libro frito y de los manuales de autoayuda a explicarnos lo que es una disrupción y el pensamiento líquido. Y que nadie crea que, perdida finalmente la paciencia en esta España resignada a su suerte, algún político podrá volver a plantear pamemas legislativas de la Iglesia del Tonto del Séptimo Día, porque corre riesgo su integridad. Quizá alguna Ministra debería ir tomando nota, no sea que entre tanto delirio de ideología totalitaria, se encuentra con una manifestación, de las de verdad, con autónomos sin ilusión, parados sin expectativas y pequeños empresarios sin esperanza.
“El presente es complejo. El futuro, una incógnita. Pero, al menos, que sea nuestra incógnita y que la sepamos gestionar”
Y en esa España de curvas sin señalizar, la limpieza. España nunca ha dejado de ser un país de lejía. La lejía, y la lejía “Conejo”, forman parte de nuestra identidad, y también de la identidad de los aborígenes peninsulares de Guetaria, de Valldemosa y de Casteldefells. Ciento treinta años de lejía en España para que acabe convirtiéndose en producto de primera necesidad. El año que nací yo, 52 años antes del Coronavirus de Wuhan, la lejía se vendía en envase de cristal retornable y con tapón de corcho.
No espero convertirme en un náufrago que lanza al océano un mensaje imposible en una botella de cristal de lejía. Pero al menos espero que sepamos tomar bien la curva. Porque en este momento implacable de restricciones y renuncias, hay que saber apurar bien la desaceleración para coger un buen ritmo de salida de la curva. El presente es complejo. El futuro, una incógnita. Pero, al menos, que sea nuestra incógnita y que la sepamos gestionar.
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