Hay señales que invitan a la remembranza o a la nostalgia y a la aceptación del paso del tiempo, que no es sino el revés mismo que indica que la vida es un tiempo de paso. Si eres hombre de Facebook, titubeas con el Twitter y reniegas de Instagram, no dudes que has frisado los cincuenta. Y si cuando hay pronóstico de lluvia, sigues saliendo, contra toda la lógica científica, sin un paraguas a la calle, es que naciste en los sesenta. Reconozco que sigo recelando de las advertencias climatológicas, por muy sólida que sea la evidencia de la predicción, porque muy a mi pesar soy hijo del yerro y de la suposición.
Cuando Mariano Medina a mediados del siglo pasado anticipaba el estado del tiempo, ya fueran sol o lluvias torrenciales, a mayor consideración de agricultores y regantes, las probabilidades de acierto eran reducidas. La nubosidad variable era previsión mutable y no había semana en que el vaticinio fuera erróneo. Y eso que la proyección se realizaba a día vista, no como el Calendario Zaragozano, que aún a fecha de hoy sigue prediciendo el tiempo en España a un año. Lo que es tener mucha vista, a decir verdad.
En esa época en que no había mujeres del tiempo, sino hombres blanquinegros a destiempo que colocaban nalgas en Baleares para poner el puntero en Galicia y ocultaban la meseta, como quien borra geografía e historia, los gráficos se hacían con tiza y pizarra. Y España se dividía en Isobaras, que no es una bailarina, y en una dicotomía básica entre anticiclones y borrascas. Como un programa de Torrebruno. Y era tal la fe lacia de los abuelos que se acostaban envueltos en gases de migas y en calentadores de agua de sábanas, esperando comprobar si el augurio se cumplía.
Pero siempre había un remedio inapelable contra las desdichas del agua adventicia y desaprensiva, que no era otro que las canciones populares. Porque dejando a la Virgen en su cueva, había una canción tradicional que espantaba la lluvia. «El patio de mi casa» es un hit del siglo pasado que preserva toda su tozuda actualidad. Por comenzar con la primera estrofa, hay que recordar que «el patio de mi casa es particular». Y tiempo me costó entender qué acepción polisémica había que atribuir a tal adjetivo, si el de singular por sus características especiales o el de privativo por el sentido mismo de la propiedad.
Y puestos a pensar, pensaré que en Galapagar también llueve, porque el patio de Iglesias y Montero es privado, como la propiedad misma, muy lejos de aquel Patio Maravillas que se ocupaba antaño, cuando los ideales eran una ocupación y no se desocupaban las ideas. Si era poca penalidad que los niños se mojaran, la canción es sádica porque les obliga a agacharse con la consecuencia de que «los agachaditos no saben bailar». Los niños de hoy en día bailan «despacito», que no «agachaditos», porque «despacito» no es sino la versión actualizada del «Andante», que hasta Mozart exhumado lo entendería.
Como el régimen ya envilecía y derrotaba hacia una moral descreída, no había castigo al error que España no admitía errores y eran los propios hombres del tiempo los que apostaban su bigote en caso de fallo. Y así fue cuando Martín Rubio sacrificó su mostacho por augurar aguas en Almería, cuando finalmente no llovió. Todavía no había nacido Bisbal para ayudar con su «Ave María».
Y andaba el otro día, en plena celebración de las Primarias del Partido Popular, pensando en exhumaciones, cuando caí en la cuenta que había que desenterrar ordenadamente y por parejas. Es imperdonable que Franco se pretenda exhumar un año después que a Salvador Dalí, con lo bien que podían exhumarse ambos juntos. Porque, si en vez de haber exhumado el bigote de Dalí un año antes, que por capilaridad podría haber sido un gran hombre del tiempo, se hubiese exhumado junto al del dictador, podrían haber contemplado que no hay Valle de los Caídos, sino caídos del Valle, que la corriente revisionista arrecia. No compartiría yo mi tiempo con la mitad de esas osamentas, que cuarenta años fueron una eternidad.
Y a colación de los huesos y en plena oratoria de una candidata con abanico sobre la boca, me vino a la mente el cartel de la película «El silencio de los corderos». Porque fue evocar a Dalí y los huesos, cuando recordé un detalle de la «Esfinge de la Mariposa» que oculta la boca de Jodie Foster en ese cartel de culto cinematográfico. Porque si fijamos atentamente la mirada en la calavera de la mariposa, se comprobará que no es tal sino una obra genial de Salvador Dalí, en la que siete mujeres se fotografían en una composición de cuerpos desnudos para formar un cráneo. ‘La voluptuosa muerte’.
Pero también pensé, que pensar es ejercicio libre y autónomo, que en el auditorio del Congreso había silencio de corderos. Un silencio que en los corderos no significa tranquilidad, sino, por el contrario, miedo. Miedo a reconocer el voto. Miedo a equivocarse como los hombres del tiempo. O miedo, sin más, en este nuevo tiempo de hombres.
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