Homenaje a los niños de la Guerra
Los niños en la Guerra, adultos responsables en la Transición, ahora son ancianos en la mayor pandemia del último siglo.
Paradojas del destino, los mismos niños a los que les fue robada la infancia por la guerra ahora padecen con mayor intensidad que nadie la violencia extrema de una pandemia. Nacieron bajo la presión discriminante y lacerante de la angustia, de modo que la mayoría optaron por diluir la memoria de la Guerra Civil en busca de un refugio emocional y hasta en busca de una salvaguarda material para poder sobrevivir a la autarquía.
El concepto de una eventual “paz” se impuso al espíritu de la “guerra”, silenciando una posible conciencia crítica o autocrítica por parte de ambos bandos. Esta actitud silente reprimió en parte una actitud reivindicativa propia de cualquier guerra interna que terminó por hacerse visible en el proceso de Transición democrática. Al principio de manera discreta, para dar paso a posiciones más activas de búsqueda de compensaciones morales y jurídicas.
Palabras de los Niños de la Guerra
Miguel Salabert, nacido en 1931, en su obra “El exilio interior” (1988) lo expresaba con absoluta nitidez: “Las primeras noticias que tuve de los hombres fueron las bombas”. Los “niños de la guerra” fueron beligerantes en sus adhesiones afectivas durante la Guerra Civil, porque eran conscientes de quiénes eran amigos y enemigos en función de las circunstancias. La figura del enemigo como un bárbaro incivil y destructivo se adquiere en edad muy temprana. Y tiende a transmitirse generacionalmente por mucho que el contexto impida hablar de ello en público.
Porque como señalaba Eloy Fernández en su obra “Generación del hambre” (1981), “Somos de una generación que es, porque así la han forjado, escéptica, desconfiada, desalentada … /…/ Brutalmente reprimida, sin posibilidad de escapar de un cerco de circunstancias siempre adversas”. Hubo, pues, un código inédito pero plenamente aceptado de socialización del silencio, del que no se escapó nadie.
La memoria a través de las emociones
En el libro de Antonio Jiménez Blanco, nacido en 1924, “Los niños de la guerra ya somos viejos” (1994) muestra la singularidad de la visión cambiante, capilar y siempre instrumental que ejerce la memoria a través del filtro de las emociones. “Desde que era niño todos los recuerdos se condicionan, detrás de una especie de telón de circunstancias familiares o personales, por la secuencia de la guerra civil futura y por la idea de haber vivido en dictadura siempre, o casi siempre, como si uno naciera o viviera con una predestinación inevitable. Uno y toda su generación”.
También Carlos Barral, nacido en 1928, acertó a expresarlo de la siguiente manera en su obra “Años de penitencia” (1975): “Para casi todos los muchachos de mi edad la guerra había sido muy larga y extraña vacación, un “hortus libertatis” en el que las costumbres se habían regido por las solas excepciones de las olvidadas reglas. /…/ Nuestras familias demacradas habían perdido el sentido de la autoridad y la energía que reclama el castigo. /…/. La ciudad entera era gris y polvorienta como los siniestros muros del colegio. Era como si no hubiese acabado de caer y depositarse el polvo de un gran trastorno ecológico”.
Los damnificados de la guerra
La memoria tiende a la simplificación y a la mitificación. Y se hace espesa y plural y hasta manipulable por discursos revisionistas. Desde el punto de vista sociológico, y a propósito de esa generación, se produjo una victimización colectiva y una exoneración de responsabilidad que propiciaron una desmovilización activa de cualquier lectura retrospectiva así como una complacencia de necesidad con el mismo régimen. Conciencia de supervivencia.
No en vano, durante los años de la Guerra Civil fallecieron en España 400.000 niños a causa directa de la contienda. Pero también de la enfermedad, del hambre y del abandono. Basta recordar que en la Guerra Civil, un 50% de la población que falleció era civil, un porcentaje muy superior al 19% de la Primera Guerra Mundial y más próximo al 48% de la Segunda.
Los niños de la guerra son los ancianos de la pandemia
Los supervivientes del espanto, en sus atribuladas vidas, forjaron una memoria oculta del conflicto, con cierta relativización descriptiva producto del mismo paso del tiempo. La memoria, siempre subjetiva, y por supuesto particular y en ocasiones épica, nunca había sido objeto de actualización política, pues el oficialismo de la época lo había impedido. Cumplidos los cincuenta, muchos de ellos protagonizaron el tiempo de conversión de la dictadura a la democracia, liderando toda una generación de cambio. Era el inicio todavía de los años 70.
Pues bien, niños en la Guerra, adultos responsables en la Transición, ahora ancianos en la mayor pandemia del último siglo. Al fin y al cabo, protagonistas de nuestras vidas y de nuestra historia, a las que el destino les hizo vivir circunstancias extraordinarias. Sus voces nunca callan. Sus voces ya están de nuevo aquí, mostrándonos el camino del futuro, como ellos lo hicieron hace ochenta años.