Lo psicológico y lo jurídico no siempre van de la mano. No es una queja ni un reproche, es una obviedad. El sistema de justicia es y ha de ser garantista. Si con ello se asegura ser, precisamente, justo, entonces no puede ser de otra manera. Por ello debemos aceptar, en líneas generales, que solo se juzgue, de acuerdo con las leyes vigentes, aquello que se pueda probar de manera estricta y rigurosa, en base a evidencias tangibles.
Pero, recalco bien, que lo escrupuloso del análisis de las pruebas objetivas ha de ser prioritario “en líneas generales”. Porque la justicia no la imparten robots o programas informáticos, sino tribunales compuestos por jurados populares y jueces profesionales – seres humanos y cabezas pensantes, todos ellos, a fin de cuentas – y porque vivimos en una sociedad en perpetua evolución y dinamismo que, por fortuna, progresa, y cuyas leyes han de adaptarse necesariamente a dicho progreso.
La objetividad y el rigor que han de caracterizar a la Justicia, han de añadírsele, con cierta flexibilidad, otros elementos. Por un lado, el innegable factor «humano» de la interpretación que de los términos jurídicos se hace (a las pruebas me remito: la interpretación del concepto de intimidación que realizaron los jueces de Navarra en el caso de ‘La Manada’ distó finalmente de la interpretación que del mismo término razonó el Tribunal Supremo en el caso de la violación de la conocida Manada de Pamplona).
Y por otro lado, el análisis, igualmente concienzudo de todo aquello que no es tan irrefutable como una prueba de ADN. Es decir, de todo ese mosaico indiciario que, en sí mismo, también es relevante y merece ser expuesto e interpretado, y que puede llegar a tener entidad probatoria en sí mismo.
El juicio por el asesinato de Diana Quer López – Pinel es un claro ejemplo de todos estos factores, llamémosle, «humanos», que no por humanos deben escapar a su justo y férreo escrutinio. Y sí, por cierto, discúlpeme el lector si considera que no es esta la redacción más formalista posible. Escribo asesinato siendo psicóloga forense y bien conocedora de lo que el término jurídico engloba y representa, porque, en este caso, hablar de homicidio sería, simple y llanamente, un burdo y profundamente ofensivo eufemismo para describir el calvario experimentado por una joven, Diana, aquella desgraciada noche de agosto de 2016.
Decía que lo psicológico y lo jurídico no siempre van de la mano, con el más intenso deseo de que este, precisamente este, no sea el caso. Porque defiende la defensa del inhumano, del asesino de Diana, que no hay pruebas para demostrar que este individuo asesinó a la joven, y menos aún para «probar que lo hiciera» después de haber violado a su víctima. No, no hay una cámara ni un testigo que de cuenta de lo que, por definición, sucede en la más absoluta clandestinidad. No hay una prueba de ADN en un cuerpo oculto dentro de un pozo y lastrado bajo el agua, presumiblemente, unos 20 días después de haber sido introducido allí.
El matiz es relevante, el segundo de los supuestos que el artículo 140 del código penal contempla para determinar que el asesinato sea castigado con pena de prisión permanente revisable se refiere a la siguiente circunstancia: «Que el hecho fuera subsiguiente a un delito contra la libertad sexual que el autor hubiera cometido sobre la víctima».
No hay ADN… ¡Por supuesto que no lo hay! Ni cámaras, ni grabaciones de ningún tipo, ni testimonios. Ni falta que hace… Lo que sí hay es una batería de indicios más larga que el propio Código Penal. Consta un perfil claro e inequívoco de quien cometió este crimen atroz y despiadado: un depredador sexual, que a lo largo de su vida ha perfeccionado su modus operandi; que ha escaldado en cuanto al nivel de violencia empleado para violar a sus víctimas; que ya violó – presuntamente, seamos ortodoxos – a su cuñada (hermana gemela de su mujer, por cierto); que trató de hacer lo mismo con otra chica en diciembre del año 2018; y que tenía por afición la execrable rutina de otear el horizonte a la salida de los centros escolares, acechando a jóvenes, menores o no, tanto en persona como a través de las redes, y mostrando una clara preferencia por las jovencitas altas, delgadas y de pelo largo.
Consta que pasó en aquella nave una hora y veintidós minutos. Consta la brida con la que ahorcó a su víctima, a quien trató como a una presa. Consta que no tuvo ni el más mínimo atisbo de empatía ni con su víctima, ni con sus padres, ni con su hermana. ¿Qué ADN hace falta para condenar justamente a este personaje? ¿El que él mismo hizo desaparecer al sumergir el cuerpo de su víctima en un pozo durante 498 días de agonía para sus familiares?
Diana murió luchando por su vida, murió por defenderse, murió por decir «no», eso mismo que se le exige – y casi se llega a recriminar – a otras mujeres cuando, presas del pánico, se bloquean y acaban por someterse frente a sus agresores sexuales. Ella sí lo hizo, pero aquel bárbaro desalmado se mostró fiel a su crueldad. ¿Vamos a permitir que ese sea el mensaje que lazamos a los hombres y las mujeres de este país cuando peleamos contra la lacra machista y por extinguir de una vez por todas la vergonzante violencia contra la mujer que, por desgracia, sigue caracterizando a nuestra sociedad?
¿De verdad es exigible que una mujer se enfrente a su violador? Y si llegado el caso resulta que consigue hacerlo, ¿vamos a dejar su asesinato impune porque, pobre de ella, ya no está entre nosotros para contar la angustia y el horror de lo que vivió? ¿Vamos a desprotegerla a ella y al resto de mujeres porque, año y medio después, su asesino se haya encargado de borrar las evidencias físicas de sus deliberados actos? ¡Menudo sinsentido!
El pasado 25 de noviembre se celebraba el día contra la violencia de género. Miles de personas se manifestaron por preservar las leyes que protegen a la mujer frente a la violencia machista y, personalmente añado, también por ampliar la dotación presupuestaria que permite la ejecución de esas leyes. Nada de eso es eficaz si nos tiembla el pulso a la hora de aplicar la ley y si las sentencias judiciales evidencian tanta ambigüedad y siguen poniendo el foco de atención exclusivamente sobre la víctima y no sobre el agresor. Si esto no fue una violación, y si esta mujer no fue asesinada después de ser violada por seguir luchando contra su violador, por favor, que venga Dios y lo vea.
Coincidí en una ocasión, en un plató de televisión, con un abatido Juan Carlos Quer, que clamaba justicia por el asesinato de su hija. Dijo, entre otras muchas escalofriantes verdades, que «este tipo de individuos se ríen de la sociedad». Puede que así sea, pero solo si la sociedad se lo permite.
*Foto principal: Gtres.
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