El mundo ha evolucionado de la tesis a la fotosíntesis. Hubo un tiempo en que la política consistía en compartir con los más ilustrados y los más avanzados intelectualmente las tesis, las antítesis, las síntesis y hasta las hipótesis. Esa etapa se ha visto superada por la fotosíntesis, que no es sino la ciencia de hacerse una fotografía y colgarla en una red social a propósito de cualquier acto, fundamentalmente arropando a un líder político o asistiendo, escrupulosamente o no, a unas fiestas patronales.
En el catecismo de la nueva política en red social, es menester coleccionar fotografías, quizá porque ya no coleccionamos cromos de aquellos años donde había patios de recreo de verdad. He creído llegar a entender, por mero conductismo antropológico, que hay quienes piensan que se accede al poder a través de la fotografía. Lástima de las oportunidades que perdieron Cartier-Bresson, Capa o Ansel Adams. Entre los fotosintéticos, destacan los que padecen el síndrome de Zelig, personaje mítico que encarnó Woody Allen en una película dirigida por sí mismo, como no podía ser de otro modo.
Leonard Zelig tiene la virtud teologal de aparecer en diferentes momentos históricos junto a personajes famosos en circunstancias excepcionales, de manera y obra que puede lucir figura en una imagen junto a Hitler y años después, visitar la mansión de William Randolph Hearst. Pero no satisfecho con este privilegio de ubicuidad, despliega un segundo fenómeno no menos importante, y es que va mutando su apariencia no sólo física sino su propia forma de pensamiento hasta adaptarla de forma inmediata a quien le acompaña. A diferencia de la patología clínica que representa este síndrome que está basado esencialmente en complejos de inferioridad, en política la transformación trae causa de una razón raquítica de supervivencia.
Para sobrevivir hay que adaptarse inmediatamente a los usos y costumbres de los nuevos líderes, so pena de caer en el ostracismo en tu propia organización política. Y para ello, qué menos que posar sin complejos ni pudicias con quien representa el nuevo poder constituido y hablar según su tono y condición. Las batallas ya no se libran en los campos ni en las trincheras sino en el objetivo mismo de una cámara de móvil de última generación. El espacio más próximo al líder es el gran objetivo. Como la memoria visual es menos adventicia que otras memorias, no resulta difícil recordar en múltiples imágenes a determinados correligionarios posar con la misma fruición con diferentes rivales políticos. Es el pluralismo, estúpidos, el pluralismo.
La adicción fotosintética lleva a que sea necesario renovar hábitos, pues no van a remover conciencias, ni la suya propia. Y no sólo los hábitos de la costumbre, siempre acomodaticios, sino los mismos hábitos del vestir. Porque tanta fotografía obliga a tener un fondo de armario en el armario del fondo, que deja en evidencia la reincidencia en el buen vestir de nuestra Familia Real. Túnica en la misa, torera en el coso y vaquero en la feria. Basta con contemplar el rosario y guía de fotografías en las redes sociales de alcaldes, alcaldesas, presidentes o presidentas para comprender que la industria textil está muy ligada a la industria política, que no es lo mismo que la política de industria. Estilo distendido en ambientes festivos, tonalidad ejecutiva en reuniones y modos cimeros en investiduras y demás parafernalias. El “Dress code” nuestro de cada día.
Hace ya cinco años que tuve la ocasión de asistir en el condado de Berkshire a las carreras en Ascot. Seguramente, la reina Ana de Inglaterra no pudo sospechar en 1711 cuando inauguró el hipódromo que aquella villa periférica acabaría convirtiéndose en el centro de gravedad del estilismo británico. Pero no sólo británico. Tuve el honor, eso creo y así lo agradezco, de acceder al Recinto Real, desde cuyas gradas se atisbaban las diferencias sociales, pues el hipódromo se organiza por zonas en función de alcurnia y ralea.
Lucía mi chaqué negro, mi sombrero de copa sin decoración añadida, mi chaleco, mi corbata y mi calzado de color negro, condiciones necesarias para superar la fiscalización rigurosa pero educada de la guardia de estilo del lugar. Con un matiz insignificante e imperceptible, como era que la cremallera de mi pantalón se había roto. Como no había tiempo para remiendos ni costuras, mantuve bien abotonado el jubón todo el día, incluso en el instante mismo en el que el Duque de Edimburgo se cruzó conmigo en un pasillo e iniciamos una breve conversación. Acordonados por guardaespaldas equipados con chaqués a la medida de sus circunstancias laborales, tuve la angustia vital de pensar que ojalá hubiese alguien en mi entorno que inmortalizase esa escena. No fue posible. Desde aquel día me convertí en un fotosintético, frustrado, pero fotosintético.
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