Hablan los muertos
La retórica política está trufada de invocaciones a epístolas y testimonios de quienes, con fortuna la mayor parte de las veces, no van a conocer a sus neodefensores.
Citar a un muerto es un argumento de autoridad que difícilmente obtiene reacción ni recompensa. Por eso, la retórica política está trufada de invocaciones a epístolas y testimonios de quienes, con fortuna la mayor parte de las veces, no van a conocer a sus neodefensores. Es una forma de necrofilia dialéctica, donde, con absoluta impunidad se alude, sin aprensión ni rubor, al espíritu y a la letra de quienes ya no están.
Uno de los ejemplos más extendidos de los últimos años es la alusión ilimitada en Cortes Generales a la figura de Adolfo Suárez, que campa como un aparecido en discursos de neoliberales, populistas y nacionalistas, pues todos ellos deben tener extensiones con el más allá.
Pero lejos de evocar expresiones del mismo difunto, con el rigor de una hoja parroquial o de un almanaque con olor a infernillo, en algunos casos se han permitido llegar a actualizar su pensamiento. Impúdicamente se ha llegado a escuchar, a mayor gloria de la nueva sinrazón, frases del tenor: “Si Adolfo Suárez estuviese aquí, afirmaría que …”. Quien formula groseramente esta clase de expresiones, o bien tiene un canal directo con la eternidad o bien, definitivamente, es lo más parecido a un idiota eterno.
Por mi salud mental, únicamente pido que si alguien, con propósito o despropósito, me va a citar después de muerto, lo haga ateniéndose a la literalidad de mi palabra y de su contexto, y que nunca la ponga erróneamente en boca de uno de mis rivales. Y absténgase, desde luego, de revisar y actualizar mi pensamiento como un saldo postmortem, porque prometo estar alerta y no dormiré el sueño de los justos hasta que no repare tamaña felonía.
Pudiera ser que existan mechones del cabello del ex Presidente esparcidos por arcones y relicarios en toda España, si bien lo dudo. La costumbre de cortar un tirabuzón de cabello a un muerto estaba muy extendida en Europa, pero, sobre todo, en Estados Unidos en el siglo XIX, y era utilizado como “memento mori” para establecer un vínculo ultraterreno con el fallecido. Así es el cabello de Allan Poe, tan abundante como el de Rapunzel, y que puede admirarse y conjurarse tanto en el museo del escritor en Richmond como en la colección de la Biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana.
Pero también en muchas colecciones públicas y privadas más, que no en vano se ha llegado a subastar la docena de vello capilar a más de 90.000 dólares. Habida cuenta de la profusión de tesoros capilares del escritor que hay de Este a Oeste en Estados Unidos, dudo que, al momento de espichar, coronase ningún cabello la cabeza del muerto. Y no por obra de apaches o comanches como ordenaría la tradición del Far West, sino por dación generosa del fallecido.
Pero no es demérito del muerto fallecer lampiño, pues tiene una virtud eugenésica la muerte y es que transforma radicalmente la concepción que se tenía en vida del muerto. Quien calvo era, acaba siendo recordado como peludo y greñudo. Quien feo, guapo sin parangón. Quien pequeño, alto como un jugador de baloncesto. Quien iletrado, erudito sin compasión. Quien violento y desaseado, fiel amante y entregado. Del timo al mito, “in corpore sepulto”. Me conmovería conocer anticipadamente la “laudatio” en la homilía de mi funeral, porque quizá no me reconociese, pero, al menos, moriría engañado de mí mismo.
Les voy a hacer una proposición decorosa. Abramos un chat y súmenme a la ringlera de escribientes. Y, cuando me muera, prometo seguir escribiendo. La tele-necro-tertulia, como en la serie de televisión “Black mirror“. Ahora mismo abriré un grupo de WhatsApp con Suárez, Gutiérrez Mellado, Carrillo y La Pasionaria. Veo que están en línea. Para mi sorpresa, quiero sumar a portavoces políticos del Congreso y del Senado a esta conversación y no puedo porque no están activos. O definitivamente estoy yo muerto o están muertos en Cortes y no lo saben. Mi sexto sentido.