Se dice que el olvido es como un elixir divino que disuelve el dolor y la pesadumbre, y que selectivamente, permite al hombre, y también a la mujer, escoger lo llevadero frente a lo insoportable. Pero si Dios tuvo una virtud, y precisamente no era esencia desprovista de virtudes, fue la de crear la culpa externa. Porque no hay mayor distracción ni mayor argumento para soportar todos los errores que desviar la responsabilidad a terceros, e incluso a segundos, que no será por orden de culpa.
Porque la culpa no se atribuye, ni se imputa, sino que se arrastra o se echa, que, puestos a echar, igual se echa un mal de ojo que se echa la culpa a alguien. Para alcanzar el bienestar individual, la cordura interior y hasta el equilibrio mental, no queda sino alienar la responsabilidad incluso de los errores propios, ya que, en ocasiones, es difícil vivir con tanto baldón a las espaldas.
¿Acaso fue Adán, insensato, el culpable de rumiar la manzana? ¿O fue Eva, pérfida, la que provocó el inicio de la perdición de los hombres? ¿O fue Dios quien, en su infinita y exquisita bondad, al albur del libre albedrío y otras fruslerías de corte liberal, dejó que el azar abatiera el paradigma del orden eterno?
Quizá, en vez de descansar el domingo, que a los españoles nos costó llegar a principios del siglo XX para declararlo festivo por iniciativa de Antonio Maura, tenía que haber creado un Cuerpo Superior de Arcángeles para custodiar árboles y floresta. Ya se le ha anticipado Carmena, que no hay semana que no cierre El Retiro. Fue Dios, por consiguiente, quien estrenó esa noción tan esquiva en nuestro país como es la «culpa in vigilando», pues parece que tampoco iba a ser responsable por «culpa in eligendo», a pesar de que, con huesos y con barro, podía haber hecho forja de seres con intolerancia a la fructosa. Pues ni por esas es culpable.
La culpa juega como una paradoja múltiple y las relaciones personales prestan numerosos ejemplos de contradicción. En una infidelidad, la culpa puede ser del miembro infiel de la pareja, del tercero que irrumpe en la imperturbable cotidianidad del núcleo o hasta de la figura clásica del cornudo, que, es costumbre en nuestro país, echar la culpa al damnificado. Pues alguna culpa habrá de tener, que no ha cuidado suficientemente a su pareja.
La teoría de la culpa inductiva, que recae sobre el desgraciado que padece el escarnio, es uso y tradición de este país. Además de cornudo, apaleado, pues en estas lides era experto Boccaccio en su Decameron, que, para los recién llegados, no es un gato cósmico japonés sino un cosmos de erotismo, comedia y tragedia. Aunque los hay que atribuyen la culpa al paso del tiempo, como si el tiempo fuera sujeto de imputabilidad. En fin, al ritmo de Sabina, pon un par de cuernos a tu depresión.
En política, la culpa es una escupidera donde cada uno se desahoga. Es formidable cómo hay políticos que construyen un cinturón que refracta la responsabilidad, de modo que, aunque sean los mayores responsables de los órganos de gobierno, parece que no tienen nada que ver con lo que ocurre a la altura de sus faldones. Hay vicepresidentes y ministros que han cargado con todas las culpas, como si las presidencias estuviesen vacantes por ausencia, vacaciones o enfermedad, como hay del mismo modo presidentes que atraen todas las calamidades del mundo, así los vicepresidentes y ministros fueran espectros o espectadores.
Y esta atribución graciosa y graciable de responsabilidades no es un hecho fortuito ni taumatúrgico, sino que depende de las querencias, afinidades y demás cantinelas de opinadores, palanganeros y hasta muñidores de poder en la sombra. Pues conozco a políticos a los que han achacado faltas y errores cuando ni siquiera eran competentes o estaban allí. Y, si no, sugiero que se inaugure en Internet el primer cementerio de muertos civiles, que hay exculpados, inculpados sin culpa, y hasta disculpados, cuyas honras han sido arrastradas por tertulias y demás contubernios del buen hablar.
«Échame la culpa» cantan Luis Fonsi y Demi Lovato este verano de canícula encendida, aunque pocos recuerdan que la culpa fue del cha cha cha. En política, la culpa es del otro. En el deporte, si comulgamos con la teología de Mourinho y Fernando Alonso, de los demás. En la religión, a discreción, pues por error se instituyó el propósito de enmienda y no la enmienda de propósito. Y en la televisión, a demanda, en función de quién reporta más beneficios con el sacrificio de la culpa. Hay un refrán mexicano que reza «Qué culpa tiene San Pedro que San Pablo esté pelón». Ninguna. Como si tener pelo fuese razón para pedir permiso o perdón.
Recuerdo hace unos meses cuando me reuní con Richard Gere con ocasión de la inmensa labor que lleva a cabo en favor de la erradicación del sinhogarismo. Al verme, no pudo por menos que exclamar que, con ese pelo y esos ademanes, parecía más un actor de cine italiano o hindú que un secretario de Estado de España. Pero, ni tan corto ni tan largo como las piernas de «Pretty Woman», comenzó a tocar mi cabello y a admirar mi pelambre.
No desaproveché la ocasión para comenzar a tocar su pelo también, y a decirle que, desde Julia Roberts, y a salvo de Alejandra Silva que presenciaba tan tórrida escena, nadie le había atusado el pelo como yo. Y no sé, si por oficial o si por caballero, el de Filadelfia comenzó a reír a carcajada batiente y me dijo que me llamaría para compartir alguna película. Ya sabes, Richard, si no me llamas, la culpa será siempre tuya.
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