Quiero recordar, ahora que aún puedo, que mi infancia son recuerdos de fotografías en blanco y negro. Fotografías de estudio o fotografías sin estudio, en la época en que los álbumes eran un libro más de estampas para regocijo interior. Allí donde ser niño no era una burda pretensión de tener móvil a los diez años. Bastaba entonces con mirar una y otra vez las escasas fotos adheridas a las solapas del álbum, para darse cuenta de que éramos apenas una fotografía y recuerdos líquidos que el tiempo disuelve.
El tiempo que corrige vidas y concierta encuentros y desencuentros me ha hecho sobrevivir a más de cincuenta años de un cambio tan poderoso, en el que todavía no somos conscientes de que vivimos la mayor revolución de la historia de la humanidad.
Somos seres digitales atrapados a un móvil y destinados a interactuar al paso de un click o de un like. Y, sobre todo, hemos dejado de ser unidireccionales, porque, antes, si la fotografía no salía bien o el carrete se velaba, quedaba suspendido ese instante vital hasta el día del juicio final. Hoy, en cambio, repetimos imágenes con la fruición del poseso hasta que pensamos que hemos llegado a hallar la fotografía que muestra nuestra felicidad efímera y cuántica, la de cuántos “me gusta” recolecto.
Hay fotografías dolorosas porque se ensañan en un pasado que fue y que no volverá. Hay fotografías vengativas, a mayor pena de quien las mira cuando ya no se ve en ellas. Hay fotografías impulsivas que no eran necesarias, pero que persisten en la memoria. Hay fotografías que simulan una ficción sentimental a pesar de que nada es lo que parece. Hay fotografías de cuerpo entero, pero sin corazón ni cerebro.
No me imagino hace cuarenta años haciendo fotografías de una copa de alcohol que cualquier truhán de turno se va a tomar, de las piernas bronceadas en la playa con forma de obelisco en dirección al sol, de los libros apilados antes de empezar a estudiar, de cretinos grabándose videos cuando celebran reuniones o algo que se le parezca. Y ahora esos videos cortos y asincopados con bailes colectivos y coreografías de taberna a las tres de la madrugada. Sin pudor. Que no hay edad ni límite para exhibir impúdicamente las naderías de cada uno.
Ya no me sorprende que todos hayamos caído en la red del narcisismo psicótico y que, el que más o el que menos, luzca palmito como si fuera Miss Universo, filtros mediante. Por cierto, he tenido ya tres experiencias en la tercera fase de la impostura.
Casos en los que se exhiben fotografías en el momento presente del personaje con veinte años menos y otros tantos kilos menos; casos en los que las fotografías se exhiben con toda suerte de filtros hasta convertir al personaje en Blancanieves; y casos en los que las fotografías están tomadas de páginas de internet para lucir cuerpos y caras de anuncio y suplantan el cuerpo serrano real del interfecto. O interfecta. Entre el uso del pasado, los filtros y las permutas de imágenes, anda el juego. Y vaya juego.
Sinceramente, creo que hemos perdido el control, si es que alguna vez lo tuvimos. Y francamente pienso que no lo vamos a recuperar. Al menos tiene un punto de diversión. Porque basta ver cómo evolucionan algunos monstruos en Instagram para deducir que algo está pasando.
Si ves a tu marido en el gimnasio y adelgazando mientras se fotografía, desconfía. Si ves a tu hija en una fotografía con varias amigas en una casa particular, los seres masculinos están todos detrás de la cámara. Si ves a tu mujer en modo poetisa exhibiendo fotografías sensuales de manera compulsiva como si fuera Britney Spears, desconfía. O no. Quién sabe. Quizá sea lo normal en tiempos de la vida en red. O quizá sean indicios de cambios. Y qué cambios.
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