No vi a Scarlett 0’Hara. No la vi. Pero tuve la sospechosa impresión, en plena sesión constitutiva de la nueva legislatura, de que algún diputado pudo pronunciar, con plena conciencia de necesidad, aquella imborrable frase: “A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre”. A nadie le hubiese extrañado que hubiese sido así, o que se prometiese por Hitchcock, por el pato Donald, por Soto del Real, por el sobrino de la Bernarda, o que se jurase en el nombre de la rosa. Hasta debió haber alguna señoría, que yo no vi, que debió cruzar los dedos tras la espalda.
Por mi parte, confieso que no escribo por imperativo legal, ni tan siquiera pongo a Dios por testigo de mis compromisos y de mis deberes naturales. Hay hombres de palabra y hay palabra de hombres. Pero hay un momento íntimo, propio del estado de turbación subsiguiente a un nombramiento, en el que hay que tomar una decisión única por irrepetible en la mayor parte de los casos. ¿Juro o prometo? Es la primera decisión asociada al cargo, que todavía no han llegado las cargas. He podido comprobar cómo el pensamiento rudimentario de ese instante, sagrado o laico, se bifurca, y el dilema se plantea de una manera tan básica como binaria.
Para los menos avezados en la materia, que luego convierten el debate sobre las promesas y los juramentos en un aquelarre sobre la aconfesionalidad del Estado, el juramento es una fórmula religiosa afeada a tardofranquistas, neomelancólicos y otras especies del catolicismo patrio, mientras que la promesa es una regla moderna, de vanguardia, propia de los moradores del siglo XXI. Porque hay quien llegó a decir recientemente que el modelo de toma de posesión del Gobierno actual suponía entrar en el siglo XXI. La próxima vez sería oportuno avisar que pasamos de siglo por aquello de comprar las uvas, y porque nos llevaríamos la insospechada revelación de que Obama sigue, al menos, en el siglo XX, ya que juró el cargo de Presidente de Estados Unidos no sobre una biblia, sino sobre dos. Pobre Presidente Obama que debe estar en el Pleistoceno, según los rigores del nuevo periodismo.
Si los hombres no faltasen nunca a su palabra ofrecida libremente, si no existiese el engaño y el artificio, no sería necesario invocar una autoridad superior o sería improcedente reforzar el compromiso. Quien falla a la palabra dada, por una razón esencial, difícilmente cumplirá con promesa dada. Se puede jurar por Hipócrates, que hay médicos, como también se puede jurar al uso trinitario. Se puede jurar a la usanza masónica, o la costumbre olímpica con permiso del barón de Coubertin. Se puede jurar como los Horacios, empeñando dar muerte a los Curiáceos, y tiempos corren para ello, o se puede jurar al estilo propio de Santa Gadea, que El Cid exigió a Alfonso VI, cerrojo de hierro y ballesta de palo. Para Plutarco, el que engaña con un juramento manifiesta temor a su enemigo, pero nulo respeto a Dios. O Swift que afirmaba que «las promesas y las costras del pastel se hacen para romperse».
Y en ese mismo pensamiento debía estar otro deán, de municipalidad moderna y diversidad múltiple, como era Tierno Galván, al que la galbana del nuevo igualitarismo le hubiese demolido en aquel momento inmortal de su fotografía con Susana Estrada. El alcalde dejó dicho que las promesas de los políticos no son, en principio, fiables, y maestro contemplativo fue de la realidad política para compartir esta reflexión en este punto.
Desde una perspectiva estrictamente semántica, que es por donde todo empieza y por donde todo debería concluir, la promesa entraña un rango de intensidad mayor que una mera declaración de parte, pero no alcanza en modo alguno el valor litúrgico y solemne de un juramento. El verbo «prometer» necesita dotarse de un prefijo y pronominalizarse, lo que demuestra que no es un verbo muy seguro que digamos. Aunque justo es recordar también que la voz «jurar» no tiene una raíz religiosa o eclesiástica, como induce a pensar el clan de la modernidad, sino que procede de la familia del latín «ius».
En este dualismo confuso de posturas semánticas e imposturas políticas, debería recordarse que existen incluso en la tradición histórica fórmulas que combinan el juramento y la promesa. Entre los musulmanes, los emires juraban por sí en el nombre de Alá y prometían respecto de los súbditos en general. El Rey Felipe V juró ante Dios y ante los Santos Evangelios, posando su mano derecha en estos, y, a la par, prometía por su palabra real a las ciudades, villas y lugares de los Reinos.
En Egipto, se juraba por los Dioses pero también por los frutos de las cosechas; en Persia, el sol se ponía por testigo del juramento; los escitas juraban por el aire; los hebreos juraban por un Dios Todopoderoso creador del cielo y de la tierra, «sacándola de la nada» y por la Ley de Moisés. Huelga decir que los ateos también pueden jurar por lo que mayor valor aprecien, incluida la moral individual o la ética de su grupo de pertenencia, en el caso de que lo tengan. En la barahúnda de entendederas de la posverdad, hay quienes han sustituido la proposición «con lealtad al Rey» por «con lealtad a los ciudadanos y ciudadanas».
Uno de los casos más singulares fue el de un Concejal del Ayuntamiento de Madrid, ya depuesto de su cargo a mayor gloria de su incontinencia verbal en público y en privado, que prometió a la usanza de Santo Tomás, cuando se refería a los límites de la propiedad privada, puesto que al finalizar su promesa añadió «Omnia sunt communia» («todo en común, todo de todos»). Eran los tiempos de la ocupación del Patio Maravillas en Madrid, mucho antes de las compras de casas de lujo en Galapagar. El Secretario del Pleno no entendió bien la expresión utilizada, lo que obligó al edil a repetir la frase y añadir «Pero vamos, que prometo». Pragmatismo hasta el final, no fuera que, entre tanto ejercicio de latín clásico, se quedase sin la presea de su acta de concejal.
Con lo sencillo que sería pronunciar lisa y llanamente la palabra «acatar» la Constitución que, en algún momento, por arte de birlibirloque, se convirtió en «atacar» la Constitución. O quizá en “atascar”. Porque la legislatura que empieza es como un destrabaluengas, solo apta para quien lea correctamente la siguiente secuencia: “Tengo una tablita trabintanticulada, ¿Quién me la destrabintanticulará? aquel que me la destrabintanticule buen destrabintanticulador será». Si no lo ha conseguido a la primera, los próximos años pintan bastos.
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