Soberbia. Pecado capital y capital del pecado, aún para los esquivos en fe y en otras creencias extraplanetarias. Porque la soberbia no es orgullo, pues este puede cumplir una función noble y hasta representar una virtud apreciable. La soberbia es indisimulable, vanidad de vanidades, vanagloria entre mediocres, arrogancia entre aduladores. La soberbia es tan inflamable como susceptible de humillación e injuria, y por esta razón sufren tanto los soberbios si ven limitado su reconocimiento social. Son rehenes de sus percepciones sociales y evalúan a cada instante su autoestima. En la historia del arte, la soberbia se ha asociado icónicamente con los pavos reales, los caballos, los leones, los espejos y hasta con el color violeta. A la vista está que si proyectamos esas imágenes sobre los escaños del Congreso de los Diputados, hay un pequeño corral de gavilanes encelados en una especie de soberbia mórbida, predispuestos a acabar consigo mismos y, por extensión, con sus propios partidos.
La soberbia es corrosiva e infecta el racional uso de las impresiones humanas cuando jalean los adictos a la coba y al servilismo. Pero también es fuente de autodestrucción. Como Moby Dick de Melville. El protagonista de la novela, Ajab, es un hombre independiente pero, sobre todo, un hombre embriagado por una poderosa soberbia, por una vanidad incauta y desmedida que acabará con él. “Piensan que estoy loco … pero yo soy demoníaco; ¡yo soy la locura enloquecida! ¡Esa locura salvaje que solo se calma para comprender a sí misma! … ¡Yo corro! ¡No temo un obstáculo! … pero me falta la humilde capacidad de gozar … estoy maldito en medio del paraíso“. Así habla Ajab, un loco enloquecido, un maldito en medio del paraíso.
¿Cuál es el centro y razón de la obsesión patológica de Ajab? ¿Qué impulsa al capitán a su autodestrucción y, a la par, a la de todos los hombres embarcados en el Pequod? La causa del delirio que le mortifica a la vez que le vivifica no es otra que la soberbia, probablemente la forma más primitiva de entender el narcisismo. Hay en Ajab una evolución tribal del mito de Narciso, del mundo encerrado en el cajón mismo del hombre, porque el mundo objetivo lo ha hecho desaparecer para convertirlo en su propia vida. Ajab se dirige al marino Starbuck en estos términos: “Yo soy el lugarteniente del destino; no hago sino cumplir órdenes”. Es, pues, un individuo, como algunos líderes políticos en el Congreso de los Diputados, que solo responde a órdenes, a sus propias ordenes, y condena a toda la tripulación a una muerte segura, porque es cautivo de su propia individualidad que le conduce a su irreversible destrucción.
Nada importa más que dar respuesta activa a su maldición, a la profecía de enfrentarse a su yo devastador transfigurado en ballena de doble color blanco. Cuando en una escena cenital de la obra clava Ajab un doblón ecuatoriano en el palo mayor, el ego idolatrado de Ajab exclama: “La firme torre, eso es Ajab; el gallo victorioso, valiente y denodado: eso es Ajab. Todo es Ajab”.
Los soberbios son mellizos de los necios, pero hay una categoría que eleva la necedad a rango de estupidez y es cuando el soberbio es hombre limitado de entenderas aunque ni lo sabe ni lo quiere saber. No hay nada peor que un soberbio que no sabe nada, porque aún podría justificarse la fuerza y ansiedad del soberbio con luces. España es país donde hay soberbios sin brillo, de perdonavidas que aspiran a perpetuarse en su destino de salvación a sabiendas de que nunca traspasarán la barrera de la mediocridad. Hay hombres con luces, ilustrados y capaces, que viven atormentados por la bajeza y felonía de los escrúpulos de los ignorantes. Insisto que no hay nada peor que un soberbio que se cree “torre y gallo victorioso” cuando no pasa de peón de brega con hechuras de gallina acorralada en un plató de televisión.
Pero siendo irrelevantes, esa tropa de marinos enrolados debe servir disciplinadamente a Ajab en su delirio portentoso, pues son ellos quienes desplazan la carga y surcan las corrientes. Para ello, Ajab hipnotiza a la tropa, es un mesmerista que conoce lo que desean oír sus huestes y fascina con sus palabras. No ignora que puede decir lo mismo y lo contrario al mismo tiempo, sin solución de continuidad, porque ejerce el poder total y de esa manera ahorma el mundo. Es la tecnología del poder basada en la conjetura del lenguaje. Ejerce el poder con la fuerza del magnetismo de un imán, de modo que no tendrá reparos en eliminar a quien se salga de la fila, out of order.
Moby Dick es una alegoría salvaje del control del hombre sobre el hombre y del hombre en sí mismo, es un trasunto del espíritu de perdición, del poder del mal encelado en el orgullo del hombre maldito. Y así es como el barco se topa con su ballena, y el capitán muere no devorado por la ballena, una mera replica figurativa de la muerte narrativa, sino devorado por su propia soberbia, porque se ha enfrentado a sí mismo.
Y allí muere también toda la tripulación, salvo Ismael. Hace unas semanas muchos diputados abandonaron su escaño conscientes de que eran conducidos al destierro por la ceguera inducida de la soberbia de algunos hombres que les condenaban a la vida extraparlamentaria. Es posible que alguno sobreviva y cuando regrese, como en la epopeya de Melville (Moby Dick), narre la historia de sus antihéroes. Y de los mártires que no supieron sublevarse.
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