Por extraño que pueda resultar, fue en 1979 en la Universidad de Bridgeport en Connecticut, cuando se identificaron por primera vez desde una base científica los síntomas del enamoramiento. Temblores, rubor, palideces, sentimientos de incomodidad, tartamudeo y pérdida de control de las emociones. De un modo u otro, no conozco a nadie que no haya experimentado este cuadro emocional. No hay criatura de este nuevo mundo de la posverdad que no se haya dejado llevar en alguna ocasión por la ilusión y hasta por la ansiedad. Nos seducen del mismo modo que nosotros seducimos con lo que no somos sino lo que pensamos que puede serle atractivo.
El amor es una combinación de atracción física y de un sentimiento de comodidad, que, para que funcione, precisa de otro factor necesario como es el sentirse complementado. En un episodio de la serie Seinfeld, el protagonista después de conocer a la muchacha que coincidía en todos sus gustos, le comenta a su amigo Kramer: «I love myself» (me amo a mí mismo).
Del encanto al desencanto. Hay un momento, fruto de la evolución o del fin de la ilusión, en el que nos damos cuenta de que la persona a la que amamos no es quien en realidad pensamos. Se inicia una nueva etapa traumática porque nos obliga a hacer frente a una nueva impresión como es el desengaño. De modo imprevisto, intempestivo y abrupto caemos en la cuenta de que nuestra pareja no coincide en absoluto con la imagen que habíamos interiorizado. Nos guste o no, esta es la mayor incongruencia de nuestras vidas, porque nos enfrentamos a nuestra indefensión y, a la vez, a un sentimiento de pérdida, a veces, una pérdida ambigua e indescifrable. Es un duelo profundo y sin objeto.
La gruesa literatura rusa, a través de Tolstoi, ya lo reconocía: «El matrimonio es una barca que lleva a dos personas por un mar tormentoso. Si uno de los dos hace algún movimiento brusco, la barca se hunde». Y allí siguen otros síntomas, generalmente conocidos, por mucho que no tenga identificado ningún estudio científico de alguna Universidad de Estados Unidos que los tipifique: falta de interés en actividades cotidianas, insomnio, pérdida de apetito, disminución de la capacidad de concentración y fatiga. Porque el amor se construye entre dos pero para su destrucción es suficiente uno de los dos.
En ese momento de ruptura, nos damos cuenta de que el otro es un auténtico extraño, y nos invade un profundo vacío, una angustia dolorosa máxime si la ruptura es imprevista. De la párvula sinfonía de los sentimientos al frío invierno de los números. En España durante 2018 se produjeron 99.444 casos de nulidad, separación y divorcio, lo que supone una tasa de 2,1 por cada 1.000 habitantes. Los españoles que residen en Ceuta, Comunidad Valenciana y Cataluña registraron las mayores tasas por cada 1.000 habitantes (2,4) mientras que, por el lado contrario, Castilla y León, Extremadura y País Vasco presentaron las menores (1,8).
El mayor número de divorcios entre cónyuges de diferente sexo tuvo lugar en el intervalo de edad entre 40 y 49 años, tanto en hombres como en mujeres. La edad media de las mujeres fue de 45,4 años y, en el caso de los hombres, la edad media fue de 47,8 años. Además, el 82,6 por ciento del total de divorcios entre cónyuges de diferentes sexo registrados en 2018 tuvo lugar entre los de nacionalidad española. En el 10,6 por ciento uno de ellos tenía nacionalidad extranjera y en el 6,8 por ciento ambos eran extranjeros.
Si se atiende al estado civil de los cónyuges de diferente sexo cuando contrajeron el matrimonio, la mayoría eran solteros. En el caso de los hombres, el 7,8 por ciento eran divorciados y el 0,6 por ciento viudos. Entre las mujeres, el 8,4 por ciento eran divorciadas y el 0,6 por ciento viudas. Por último, el 43,1 por ciento de los matrimonios extinguidos no tenían hijos y el 45,1 por ciento tenían solo hijos menores de edad.
Y esto es todo. O casi todo. Porque fue Borges, ese ciego de luz y de amor, el que pronunció la frase definitiva: «Es el amor. Tendré que ocultarme o huir». Sálvese quien pueda si todavía están a tiempo.
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