Recuerdo a Gregoria, mi primera maestra y clave para entender muchas cosas que sucedieron después. Monja a su querer, maestra a su saber, y, a su pesar de hermana, madre a tiempo parcial. Fue la monja-maestra-madre que me maleducaba en el Colegio de Santa Ana en Jaca, dejando cabalgar mi triciclo entre las hileras de bancos en las que se alineaban los demás alumnos. Fui favorito de monja en un mundo de letras y números. Era definitivamente un enchufado de padre electricista.
Solo tenía dos misiones en un aula de alumnos de disciplina tardofranquista: pedalear a lomo de tres ruedas mientras los demás estudiaban y colocar el disco de papel, verde o rojo, a la entrada del baño, para ordenar el tráfico de meapilas y desaguadores. Rojo ocupado, verde desocupado. O la inversa, según el día. Al tiempo descubrieron que entre mi oficio de ciclista y de agente de circulación, había aprendido a leer, a escribir sin lápiz, a multiplicar por dos, cuando ahora nos dividimos por tres. Y no me perdonaron tanto exceso porque, patada adelante, me vi repentinamente en un curso superior. Adelantado por idiota.
Gregoria era monja de hábito, de túnica y toca negra y de zapatos de cuero cerrados. Pero, sobre todo, maestra. Maestra de cuerpo entero y de ciencia exacta. Maestra de oración a cada hora, a cuestas con el Padre Nuestro y el Dios-te-salve-María. Maestra de ministerio de fe, allí donde apenas llegaba el Ministerio de Educación, en una época de maestras, pero no de ministras. Maestra contra ministra, pues no en vano la primera voz deviene del latín «magis» (más), mientras ministra procede también del latín, pero de la raíz «minus» (menos). Mujer contra mujer.
Quizá Gregoria no sabía que doscientos años antes de ese triciclo y de la merienda a las seis, en el reinado de Carlos III, se sentaron las bases de los primeros proyectos de instrucción pública, y, con ellos, irrumpió por primera vez la figura de la maestra en la escuela pública. Mientras para ser maestro en el siglo XVIII era condición necesaria aprobar una prueba de doctrina cristiana, mostrar pericia en el arte de leer y escribir, aportar un certificado de limpieza de sangre, y demostrar buenos usos y costumbres, por el contrario, para ser maestra, el Rey Carlos III solo exigía buena reputación, fama y costumbres y una pírrica prueba de ética religiosa, para lo que tenía que superar una prueba ante un tribunal formado por el Alcalde, un eclesiástico y tres vecinos acomodados y celosos de las buenas prácticas sociales. Eran, por lo general, «maestras analfabetas», cuya misión no era instruir en las ciencias y en los conocimientos esenciales a las mujeres, sino proveerlas de doctrina moral para adocenar la conducta recta de quienes iban a ser madres de familia por la gracia de Dios y por la gracia humana de algún varón ponedor.
Tal vez Gregoria tampoco sabía que el siglo XIX dio paso a las «maestras maternales» dejando atrás a las «maestras analfabetas». Maestras a las que los doctrinarios de la época reservaban las funciones de cuidado de la salud, el aseo y el alimento de los niños. El sueldo de un maestro equivalía al sueldo de dos maestras. No en vano las niñas no requerían nociones de agricultura, industria o comercio, ni tampoco geometría, dibujo lineal y agrimensura, porque se auspiciaba la formación en las sempiternas obligaciones sociales ligadas a la reproducción biológica, pero también moral, de la especie. Las maestras, por añadidura, tenían que acomodar su formación a estos contenidos primarios para ciudadanas sin derechos políticos, pero con obligaciones preternaturales.
Fueron los liberales, los que a través de reformistas como Giner de los Ríos, provocaron una «elevación de la mujer en este orden de la vida, en el cual con tan irresistible inferioridad se le ha tratado», dando así entrada al nuevo concepto de «maestra racional». Se superaban solo parcialmente las barreras atávicas de la maestra tradicional, custodia de las virtudes de la fertilidad y de la crianza nacional. Durante la Segunda República se reivindica el talento y se avanza hacia una igualdad que se resiente por los prejuicios sociales y por la renuencia al cambio social. Después, la oscuridad, apenas encendida por la luz de miles de educadoras que construían en la posguerra un verdadero relato de superación.
Maestra de infancia. Allí donde la infancia es país sin reservas. Esa nación sentimental donde cada uno expide las actas de nacimiento y los pasaportes, porque la frontera de la memoria solo la puede traspasar la propia memoria. Esa nación de niño de escuela con uniforme de recluso, con carreteras sin asfalto, y, sobre todo, con vías para trenes en un país donde no jugábamos a los tronos. Y en ese continente emocional, siempre hay una marca de vida, un vestigio que es huella, que está presente a menudo porque menudos éramos. Es nuestra maestra. A todas las Gregorias de nuestras vidas al inicio del nuevo curso escolar.
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