“Más Quijotes que nunca!”. Bajo ese lema inicial, y con permiso del Dúo Dinámico, comenzó en el salón de su casa el poeta Joan Margarit, Premio Cervantes 2019, la lectura de “El Quijote” en el primer Día confinado del Libro de la historia, con las siguientes palabras: “Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. El relevo lo tomaron la princesa de Asturias, Doña Leonor y la infanta Doña Sofía: “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza…” Probablemente las dos niñas evocaban al personaje con semblanza de episodios vividos.
Por desgracia, en la actualidad, no hay Quijotes, como tampoco quedan Sanchos. En su momento, nació el quijotismo como una especie de la cordura de Cervantes, un refugio embozado de quien buscaba en las letras la justicia que en vida le había sido negada. Compartió Cervantes siglo con Teresa de Ávila, andariega en mística y entre ambos contribuyen a renovar nuestra literatura y nuestro pensamiento en una etapa de cruce de caminos, donde por la popa se perdía el Medievo y a proa asomaba el Renacimiento.
Asomaba así la luz en la oscuridad, la certidumbre dominó a la inseguridad, en un equilibrio inestable de razón y utopía de cambio. A contracorriente, Cervantes en esa contraposición de personajes formó un todo único de valores, unos ideales universales, así funcionaba la motivación quijotesca. Apenas queda ya nada de eso, quizá un triste recuerdo de lectura obligada cada año.
Quijote era un idealista, sí, en el más puro sentido del término. Quijote es la antítesis, como diría Ortega y Gasset, de la materia o de la energía. Todo lo contrario que algunos mocosos y arrapiezos en política con mascarilla de marca, cuyo único objetivo es ser materia y energía, pero materia y energía improductiva. Y digo esto porque en la actualidad los que se llaman idealistas no cultivan ni ideales, ni idearios ni ideas, a lo más rumian consignas. No son idealistas, son arribistas que han hecho de la picardía su forma de vida.
Sancho era un racionalista pragmático, el contrafactual de su señor, la razón práctica injuriada por el descabello de un loco imposible pero necesario. Lección de filosofía como señalaría Miguel de Unamuno, ejercicio de desconsuelo según Julián Marías, “El Quijote” está impregnado de un juego de equilibrios casi perfectos, donde razón y locura no son sino contraparte y excusa. Son Quijote y Sancho. Ahora que la quimera no es más que un manual de resistencia, debería al menos vencer la razón misma. Pues no. Quijote desvaría y Sancho ha perdido su brújula en Barataria.
Son valores sin tiempo ni lugar, donde, a contrapelo de lo que opinan algunos cervantistas, trata de imponerse la razón frente a la oportunidad o la contingencia. Pero ya no existen actualmente Quijotes ni Sanchos, ni Marcelas, Lucindas, Doroteas, Claras, Zoraidas ni Dulcineas, estas últimas proscritas por el feminismo del callejón del Gato moderno. En estos tiempos de gris marengo en los que no hay lógica pero tampoco hay idealismo, el nihilismo del nuevo narcisismo ha vencido a la tradicional batalla entre la racionalidad y la quimera, para dar paso a la morfina del comfort convertido en una fotografía de Instagram. Tiempos difíciles en los que no hay Quijotes y faltan Sanchos.
Al menos, podía quedar la verdad, la de siempre, la que no da ni quita razones pero confiere certezas. Pues ni eso. Quijote ya ilustró a Sancho investido Gobernador de su tierra desbaratada cuando, entre sus Diez Mandamientos de justicia, señaló el siguiente: “Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como entre los sollozos e importunidades del pobre”.
Barataria es España, donde la verdad ya no es esencia ni razón ni cordura. La verdad es atributo perdido entre la insubstancialidad de un mundo que ha dejado de pensar. Es un producto en almoneda que cotiza a la baja en el IBEX del sentimentalismo y de la morbidez. La verdad es un bien perecedero de consumo rápido. Que no se digiere. No se elige. La verdad ha dejado de ser verdad. Y a Quijote y Sancho, en unas hamacas en la playa en un viaje otoñal del IMSERSO, ya solo les queda cobrar el ingreso mínimo vital.
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