Una de las primera «Operaciones salida» de la historia de la Humanidad, siquiera sea en versión evangelizada, es la tocata y fuga del pueblo de Israel, que deambuló, a su destino, cuarenta años hasta alcanzar la Tierra Prometida. Cuatro décadas se antoja un periodo vastísimo de tiempo si observamos que la distancia física entre Egipto y Canaán es de aproximadamente 390 kilómetros, que, en conversión de medida moderna, sería poco menos que una hora y cuarto de viaje en el AVE de Madrid a Zaragoza. Para un senderista acreditado con báculo y zamburiña, esa distancia se podría recorrer cómodamente en apenas dos semanas, si bien, advertidos los escasos recursos de la época, hagamos la estimación candorosa y dejémoslo en un mes a razón de 13 kilómetros diarios.
Y no fue Dios culpable de la galbana y de la angustia de su pueblo perdido en los Monegros de las Sagradas Escrituras. El pueblo se alzó en estado de sedición contra las verdades del Gran Barquero en un pueblo llamado «Cades Barnea» que, a primera vista, parece un monograma de Cadaqués y Barcelona, impidiendo la llegada del primer Rodalíes al paraíso en tierra de Canaán, que bien podría traducirse, al roman paladino del plurilingüismo, como el «Alto Ampurdán». Y es que, por una vez, y sin ánimo de ser herético, los caminos del Señor son escrutables, más que los de Nostradamus al que los gacetilleros de vigilia navideña le están dedicando los primeros artículos de enero para contrastar la falibilidad de sus predicciones.
Porque hay otro pueblo moderno que vivió su insilio emocional, y que se llama España, que acaba de cumplir cuarenta años desde que comenzó su viaje a la Tierra Prometida. Y así como Dios entregó a Moisés el «Decálogo» que instituía las obligaciones de la alianza, en España se aprobó una Constitución en la que se contenía un Título VIII con las obligaciones de la alianza de las civilizaciones interiores, que, como los pueblos en los Evangelios, se prodigaban. Y con un artículo 155 que tardaron en leer los exégetas de las tablas, porque todavía no acababan de comprender la bondad y el espíritu de los primeros mandamientos. «¿Acaso no había tumbas en Egipto para que nos hayas traído a morir al desierto?» le descerrajaron un buen día los insurrectos a Moisés, que se sentían atraídos por el poder de la tumba ancestral, como los españoles del nuevo milenio.
No cesaron los actos de sedición, y en Mará, el pueblo de Egipto se rebeló porque el agua que bebían era amarga. Dicho y hecho, el pueblo de España decidió mucho tiempo después amagar con un plan hidrológico, pero no eran los pueblos ejemplo de alianza ni de comunión líquida, por mucho que el agua laminase otros desiertos. El amago fue amargo y quedó en caldo de borrajas, como Dios y las manifestaciones mandan. Como pensaron que Moisés les había abandonado, los trotadesiertos de Egipto construyeron un Becerro de Oro al que veneraron. Tal cual hizo el pueblo de España en su tránsito por el desierto que hizo del Banco de España y del Tesoro Público su maná de letras y obligaciones, hasta batir récords de deuda pública.
Cuarenta años para los nacidos en aquella fecha. Entre llantos de neonatos sobre pecho de madres de transición, se escuchaban los acordes de «Grease», cuando todavía Travolta no quería ser actor sino el paradigma de la simpleza musical y del peine en la sobaquera. Brillantina de cine de barrio y de banco corrido en los colegios de monjas o de curas, que el sexo obligaba a la segregación.
Ahora, cuatro décadas después, regresó la brillantina para uso de los cancilleres de la moda, y, como no tiene límites la posmodernidad, hasta para uso en las relaciones sexuales pues se convirtió en el Reino Unido en ungüento vaginal a mayor sufrimiento de los profesionales sanitarios del viejo Imperio. Y cumplen también cuarenta años los latidos de la escena maldita de «El expreso de Medianoche», película que hundió el nacimiento del turismo en Estambul, hasta que Travoltas de medio mundo, cuatro décadas después, atestan, que de testa viene, los hospitales capilares de Turquía, donde ya no se cae el pelo, sino que se implanta a un precio de Bósforo y medio.
Corrían también los venturosos meses del año 1978, cuando se derogó el delito de homosexualidad en España, desalojando así presidios a quienes airearon los armarios de difuntos y de polillas, al tiempo que cuarenta años después un homosexual administra cárceles y condenas en su Ministerio. Solo pido a mi buen amigo Grande-Marlaska que no deje de asistir a las presentaciones de mis libros, pues el último libro que le firmé fue «El Antipríncipe», un tratado que espero que le sirva de auxilio en el infierno de la política.
Ese mismo año de marras y de marros, Miguel Delibes publicaba «El disputado voto del Señor Cayo» y «Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo», para que cuarenta años después nos afanemos en la búsqueda del voto rural a través de la misma caza, de oreja a rabo. Y, por último, más por mí lo primero, trescientos años después de la fundación de la Real Academia Española, en 1978 Carmen Conde se convertía en la primera mujer en formar parte de la institución, para que cuarenta años después las voces de las mujeres tomasen las calles para hacer Academia de la igualdad real.
Y hasta aquí hemos llegado. Aquel año Freddie Mercury sacudía las pistas de baile con su «Bicycle Race», renunciando a todo y a todos por su bicicleta. Cuarenta años después se atropellan ancianos y niños con patines eléctricos en las aceras de nuestras ciudades. Y cuesta abandonar la bicicleta para aquellos que hicimos uso del triciclo en aquellos años fundacionales. Quizá solo queda pedir que a los nuevos usuarios del patín, a los que ya no son hijos sino nietos del 78, que, si pueden y quieren, echen alguna vez la vista atrás y recuerden.
Que nunca ha habido un período de la historia de nuestro pueblo en el que hayamos avanzado tanto, a pesar de nuestros pecados y de nuestras numerosas plagas. Y que, si no se entiende eso, quizá toque aplicar una cuarentena a redentoristas y revisionistas. Porque la Tierra Prometida, para ellos, puede esperar.
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