Acostumbramos a ignorar las malas noticias de manera continuada. Una de las grandes pandemias de las sociedades opulentas es que tienden a silenciar las adversidades, como si su insonoridad acabase haciéndolas desaparecer. Buscamos espacios de confort y abominamos aquello que nos enfrenta a nuestros propios miedos. Cuesta denominarlo pensamiento débil, pero, al contrario, no puede en modo alguno calificarse como pensamiento fuerte. Aflojamos la tensión cuando atisbamos un problema permanente, porque somos reacios a la hipertensión.
Por eso, probablemente solo por eso, en los últimos días se habla y se escribe menos de Venezuela. Camus lo ponía en boca de su Calígula: «Este mundo, tal y como está hecho, no es soportable. Por eso necesita la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que quizás sea insensato, pero que no sea de este mundo». En cambio, lo que no afloja es la hambruna, la represión, el insilio y la opresión, por mucho que los medios de comunicación hagan mutis por el foro, pues Madrid es foro de pactos y de connivencias.
Cuando García Márquez escribió El otoño del patriarca se inspiró en un acontecimiento vivido en Venezuela tras la caída del dictador Pérez Jiménez, cuando, en compañía de otros periodistas, vio salir del salón presidencial a un militar camino del exilio, armado con una metralleta y con la botas impregnadas de lodo. Entre las entretelas del visionario derrocado, y en sintonía con personajes como Edipo, Macbeth o Julio César, el colombiano frunció una novela sobre el ocaso de un déspota en su ocaso, en su madurez. Quizá Maduro. Maduro, como el patriarca de la novela, ejerce el poder de forma despótica y cruel, instruido por sus propios instintos y cubierto por sus necios intereses, siendo especialmente pérfido e inflexible con sus conspiradores. «Alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado las que usted ordene mi general».
No hay ámbito para que cunda la racionalidad, allí donde habita el instinto, y si el poder de Maduro, como el de todos los dictadores, se consolida, es porque el uso de la fuerza se convierte en despiadada costumbre. Únicamente mediante la utilización de todas las herramientas represivas es posible mantener el régimen. Quizá el patriarca simboliza el retrato sórdido e hiperbólico de la historia de América Latina y del presente oscuro de Venezuela. Es pasado de caudillos y trincheras, en el que, en palabras de Octavio Paz, «el poder no les viene de la investidura sino que ellos le dan a la investidura el poder».
Si en un principio fue un mesianismo legendario, para después dar paso a un tirano inmisericorde y feroz, en la última etapa queda un anciano agotado y solitario. Y es a ese punto y final donde avanza Maduro, que como el personaje de la novela, acabará clamando a su madre: «Madre mía Bendición Alvarado si supieras que ya no puedo con el mundo, que quisiera largarme no sé dónde, lejos de tanto entuerto». Mientras tanto, mientras la muerte y la desolación arrecian, alguien ha de hacer ver al tirano que la desafección crece en el pueblo venezolano.
En la novela, Patricio Aragonés, doble del patriarca, le hace ver al general la irrecuperable brecha que existe entre él y su pueblo, el pulso entre la irrealidad y la realidad: «Aproveche ahora para verle la cara a la verdad mi general, para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa de veras sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás». Tal como es en la Venezuela que se consume diariamente, donde el dictador ya no puede invocar a la esperanza, acaso al terror y, ante todo, a la inercia de una desilusión contagiosa que, por contrapunto, es ilusión renovada de un pueblo que quiere volver a creer.
Como en la novela de García Márquez, el tiempo se hace eterno y el poder cubre un periodo mítico, que tiende a abarcar desde el descubrimiento de América hasta el neocolonialismo contemporáneo. El 12 de octubre de 2004, y en contra aparentemente del destripaterrones presidente Chávez, fue juzgada y condenada la estatua de Colón en Caracas, siendo derribada y arrastrada hacia no se sabe muy bien dónde ni por qué. Así es el tiempo de la eternidad de un tirano. Y así en la novela donde se confunden pasado, allá en los dominios de la conquista, y presente.
Es una América desgarrada por sus alucinaciones, convulsa y desatendida, ajena a la realidad, donde todavía hay bestias solitarias que devoran sus palacios. Maduro piensa que no va a morirse jamás, que ni siquiera va a ser derrocado, porque piensa que está predestinado a cumplir una misión única y eterna. Pero, afortunadamente, «al cabo de tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir». Porque dejarás de ser elefante en palacio para pasar a ser un recuerdo impreciso, apenas una fábula triste e imaginaria en las nuevas generaciones de venezolanos libres.
*Foto principal: @nicolasmaduro Instagram
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