Vivir y morir entre dos Españas
A estas alturas de este cuento, ya no hay duda de que no hay amor sin odio, vida sin muerte y placer sin dolor.
Somos duales sin formación profesional, abocados a elegir entre dos hemisferios. Pessoa, que llevaba la penitencia en su obra, sentenció que «el bien es un mal necesario» que, en la tradición peninsular, sustituye al famoso aforismo «no hay mal que por bien no venga», aunque, en honor a la postverdad, lo que realmente ocurre es que «no hay bien que por mal no venga». Y así, entre antropología, ontología y deontología patria, siempre toca elegir entre Caín o Abel, aunque ya nadie recuerde quién representa el papel de homicida en la parábola bíblica.
El nacer de la ira
El frentismo siempre late en España hasta alcanzar su máxima expresión en etapas de mediocridad o de pesimismo racional, como el que paulatinamente comienza a impregnar parte de nuestra sociedad. Ahora bien, mientras el frentismo agudo había vivido apaciguado en nuestro país con un bipartidismo concéntrico, la ruptura del modelo dual en política, más la ignorancia supina de algunos desaseados de la nueva política, ha llevado a que se desate la ira, y el frentismo sofocado haya dado paso a un enfrentamiento explícito entre dos formas diferentes de entender España.
Lo peor de todo es que esa implosión se acompaña de una violencia verbal intolerable que arrasa las redes sociales y el mundo imaginario de Internet. Tiendo a no mirar nunca los comentarios que asnos, rocines, percebes, mentecatos, catetos con viento de popa, analfabetos y gofos construyen en palabras de sintaxis lerda. Porque no es molesta la crítica, sino que lo que es inaceptable es el insulto del bocón y de la bocona, que en esto no hay diferencias.
No hay excusa para la violencia
De la división entre las dos Españas, lo que más preocupa es la violencia que cabalga militarmente en cualquier canal de distribución de mensajería al segundo. Porque la violencia nunca ha tenido un lenguaje especialmente complejo sino que puede ser entendida por un autómata de mente estrecha o por un lerdo sin sentimientos. Así es como el progreso avanza estrechamente de la mano de la violencia y lo convierte en un fenómeno preternatural y, por consiguiente, cotidiano. Además, las nuevas tecnologías han provocado que el hombre pierda su hipersensibilidad de modo que el sufrimiento es menor.
Basta un ejemplo: hasta hace unos años, el español violento batía alas en un campo de fútbol berreando y asesinando oralmente a los padres del trencilla o del auxiliar de banda, o como La Liga lo llame ahora. Cuando acababa el partido, volvía a casa, extenuado pero calmo, una vez ahuyentados todos sus humores y sus terrores, y acunaba a su prole al ritmo de una tierna balada. Pura esquizofrenia. Eran tiempos de terapéutica a las cinco de la tarde en cualquier campo de fútbol español. Fuera de ese rectángulo, habría resultado imposible, en condiciones de normalidad, que el jumento hubiese pronunciado esas palabras directamente a un prójimo. Ahora no.
Pasen y vean como el «homo digitalis» es un poseso de la palabra gruesa y del intestino bajo, que insulta como respira, y respira como insulta. Y como las redes sociales han convertido en personajes de ocasión hasta al más tonto de la clase, qué mejor fórmula para hacerse famoso que hiperventilar obscenidades y vituperios con la fuerza del gañán. Al menos, cuando insulten, que no cometan faltas de ortografía.
Odiar es fácil en los tiempos del cólera
«Sangra o te sangrarán» era lema de divisa de nuestros antepasados, que, a su pesar, tuvieron que optar por el fratricidio histórico, ya proviniese de la guerra de África, de la guerra carlista o de la guerra civil. Nuestros antepasados hicieron de las heridas pretéritas un catecismo de vida para aprender que la agresividad y el enfrentamiento son un mal necesario del que no podíamos desprendernos. Cierto es que durante cuarenta años hemos vivido una paz duradera, magnífica y estable que ha ocultado parte de esa esencia nacional cainita, hasta que el populismo de ambas laderas, izquierda y derecha, con el silencio cómplice de algún deanortado, ha desenterrado la cólera.
Y así, hemos mudado del «amor en los tiempos del cólera» al «odio en los tiempos de la cólera». Y son procesos tan íntimos y tan inapreciables que, como decía Miguel Delibes a propósito de su personaje Pacífico Pérez en «La guerra de nuestros antepasados»: «Empezó creyendo en la no-violencia y acabó convencido de que eliminar a un semejante con la navajilla de abrir piñones era un acto normal».
La necesidad de tener un enemigo
«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo«. Así se pronunciaba Pascual Duarte, el de Cela, que reconocía estar poseído por una maldad sin justificación. Únicamente la educación en sentido amplio puede contraponerse al determinismo y a la herencia genética del monopolio ancestral de la violencia y del enfrentamiento. Bien lo decía el maestro Delibes: «Cualquier observador imparcial te confirmará que los españoles de los años treinta fuimos educados para la guerra, para una guerra feroz entre buenos y malos, en muchos casos con la mejor de las intenciones. Los «malos» para la derecha eran los de la izquierda, y para los de la izquierda, los de la derecha. Fue una etapa tremenda de incomprensión, que difícilmente hubiera podido tener otro desenlace».
Es la mística del odio, es la necesidad invariable de tener un enemigo. Caín y Abel. Y mientras, los nacionalistas frotándose las manos, ante el espectáculo revivido de las dos Españas. Ellos ganan si estamos divididos. Ellos pierden si, al menos, recobramos la cordura.