Esta semana se está celebrando Eurovisión. Lo decimos en gerundio porque ya no se limita, como antaño, al día del festival. La parafernalia va mucho más allá y se va cocinando a fuego lento con meses de antelación, que culmina en estos días. Aunque muchos de los ahora denominados “boomers” dejaron de ver el concurso al poco de hacer su primera comunión, lo cierto es que continúa siendo todo un fenómeno. El enorme éxito televisivo de Eurovisión, y en general de lo que se conoce como talent show, invita a la reflexión acerca de los factores causales de lo que hoy se considera todo un fenómeno social.
¿Por qué nos gustan tanto los talent shows? ¿Por qué nos enganchamos de vez en cuando a las aventuras y desventuras de unos pocos valientes que se exponen, a cambio de formación y fama, a duras academias repletas de coachs crueles, pero “que todo lo hacen por su bien”?
La celebración de Eurovisión 2021 está marcada por la pandemia y por una edición no celebrada el año pasado. Esto la convierte, más que nunca, en pasto de deseo de los apasionados del concurso, que llevan dos años sin verla. Los prolegómenos de la gran final, que será el 22 de mayo, están teniendo lugar desde este fin de semana a través de ensayos, pases, presentaciones, y seminifinales varias.
Explicarlo llevaría varios párrafos que tal vez nos podamos ahorrar. En suma: no será hasta el próximo sábado cuando los eurofans y los telespectadores se desplacen en cuerpo (o alma) hasta Rotterdam. Todas sus esperanzas estarán puestas en la canción “Voy a quedarme”, de Blas Cantó. El cantante, de veintinueve años, como representante español, acude con una canción sensible e ideal para tiempos de Covid-19. No obstante, por el momento no convence en las encuestas, según explican algunos de los eurofans consultados.
¿A qué se debe el éxito (intermitente, pero éxito a fin de cuentas) de un concurso que data del año 1956? Entenderlo pasará por analizar a las dos partes implicadas: los concursantes y los telespectadores. Además de por tratarlo como lo que es. Eurovisión no deja de ser un talent show al que se le añaden la tradición y la competitividad internacional, a la que muchos quieren dar connotaciones políticas.
El ingrediente clave del éxito de cualquier talent show o competición con tintes de reality no está en el aceite de oliva, ni siquiera en los concursos de cocina. Lo realmente importante son los concursantes. Y lo son porque son ellos los que producen en el público la respuesta emocional necesaria y suficiente para enganchar y provocar el seguimiento del programa.
Mencionados sin orden de importancia, algunos elementos claves para el éxito serán los siguientes: la edad de los protagonistas y su inmadurez intergeneracional; el tener una condición social humilde, así como las condiciones externas aportadas por las distintas academias o coachs, en una forma específica de instrucción y de promoción a la fama.
Cuando los concursantes son niños o adolescentes enganchan todavía más. Estos jóvenes, arropados únicamente por la arrogancia del desconocimiento y la tendencia a obviar dificultades o realidades, siempre hacen sentir algo a los que les observan. Ante su debilidad, inspiran protección; ante la ingenuidad, ternura; ante su vehemencia, comprensión; ante su rebeldía, envidia; ante su belleza, deseo.
En el caso de los adolescentes, concretamente, permiten además la identificación de diversas generaciones. Representan lo que urgentemente quieren ser los niños, lo que todavía son la mayoría de los jóvenes, y lo que los adultos recuerdan con gran claridad. Además, y aunque parezca difícil de creer, los concursos resuelven de un plumazo el tema del fracaso del adulto a la hora de instruir al adolescente.
Así, en el contexto del talent show, los chicos quieren o necesitan ser tutelados (algo inverosímil en la vida real). Y lo hacen de forma voluntaria, internándose en una academia estricta y en la que obedecen a pies juntillas todo lo que se les indica.
Un segundo ingrediente del éxito radica en la propia personalidad de los concursantes. Estos se manifiestan como unos jóvenes obedientes y disciplinados, que hacen del sacrificio su política para el éxito. Se convierten así en los hijos que todos padres desean tener, y en un modelo para otros jóvenes que también presentan sueños en apariencia inalcanzables.
Otro matiz que provoca la identificación del espectador y que constituye un aderezo fundamental en estos programas es que los concursantes no son extraordinarios. No son ricos, ni guapos (los que aparentemente lo son, no ganarían un concurso de belleza), aunque sí resultan atractivos.
Tampoco saben cantar (no han pasado de imitar, de forma bastante vulgar, a otros cantantes; son casi analfabetos musicales; confunden el “chorro de voz” con la capacidad de canto… Pero sus cualidades son un diamante en bruto, y aparentemente tienen condiciones. Estas características producirán un efecto emocional irreprimible cuando, llenos de ilusión, conecten su “alarido-sirena”, como pidiendo auxilio. Como tercer componente del éxito, pues, se encuentran unas capacidades, aparentemente suficientes para el canto, utilizadas en canciones conocidas, interpretadas emotivamente.
El cuarto ingrediente forma parte inherente del concurso, y es el propio éxito. Por sus obras los conoceréis podría ser una de las frases de nuestros días. No basta con participar, sino que lo verdaderamente importante es ganar, algo injusto, porque los ganadores son la minoría.
Esta injusticia motiva a la participación activa del telespectador, que no duda en invertir de su propio bolsillo en llamadas o en mensajes de apoyo. Todo sin pensar en lo lucrativo de su actitud para el verdadero ganador, que es la cadena que emite el programa.
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