Siempre dulce, más allá de cualquier medida de tiempo, Silvia Marsó tuvo la noche del miércoles en el Teatro Condal de Barcelona uno de sus momentos más felices presentando ’24 hores de la vida d’una dona’ (24 horas de la vida de una mujer). Enclavado en el Poble Sec, barrio obrero y cuna de celebridades como Margarida Xirgu, Serrat o Sisa, el escenario se encuentra a pocos metros de la casa donde nació Silvia Cartañá, rebautizada Marsó por el mismo Marcel Marceau al que homenajeó sincopando el apellido.
El Condal es un teatro difícil, frío y aséptico, donde Daniel Anglés asentó su proyecto Onyric con la sana intención de proveer a Barcelona de una temporada de musicales en un mismo escenario. En este sentido, hubiera tenido que ser el del Romea, por ejemplo, del mismo grupo empresarial, donde ofertas como ’24 horas de la vida d’una dona’ o la reciente ‘Fun home’ estuvieran mejor arropadas emocional y físicamente hablando.
Pero las ganas de Marsó por trabajar en su casa y en su lengua eran tales que abrazó la opción y siguió anotando en su cuenta de productora de la función, nuevos gastos. El más notable, la brillante traducción de Roser Batalla, todo un lujo que ha adaptado textos y canciones ciñéndolas al original francés, de similar cadencia a la catalana.
La obra es un romántico musical, la desesperada situación de apenas las 24 horas del título, en las que una mujer se libera de sus acomodadas circunstancias para tratar de iniciar una nueva vida. Será una ruptura pasajera, y con esto no hacemos spoiler alguno al texto de Stefan Zweig, porque supongo que todos conocemos la historia de la protagonista, la ‘señora C’ y su breve amante, ‘El Joven’, un empedernido ludópata en quien ella cree reconocer al héroe romántico que le va a solucionar la vida.
Silvia Marcó vio la obra en París y se enamoró de ella. De las palabras de Zweig y las músicas de Sergei Dreznin, que son todo un paseo por las melodías de una Europa decadente, aristocrática, que huele a guerras, sabe a cabaret y se devanea entre economías. Silvia vio que era “su obra”, “su personaje”, y acostumbrada al riesgo desde casi siendo una adolescente, y aprovechando que la acción transcurre en el casino de Montecarlo, se lo jugó a una carta.
Compró los derechos y la adaptación francesa de Christine Khandjian y Stéphane Ly-Cuong (presentes en el estreno catalán) y presentó la obra en castellano en Madrid con éxito extraordinario, agotando localidades en todas las funciones de su dilatada estación. Un éxito del que quiso gozar en su ciudad, de la que estaba ausente desde hace muchos años, pero donde aún resuenan los ecos de aquella ‘Gran sultana’ dirigida por Marsillach en el Teatro Nacional.
Una ciudad que vio cómo Silvia hacía teatro en la calle por el Raval con los alumnos del Instituto del Teatro, que la siguió con sus musicales pícaros en el Arnau, que contempló su salto al ‘Un, dos, tres’ y su éxito en televisión en programas comerciales a los que renunció para seguir con su carrera de actriz dramática, que es lo que siempre ha querido ser. Y aunque ha producido aquello que no le ofrecían (incluida ‘Tres versiones de la vida’, de la casi desconocida Yasmina Reza, célebre por ‘Arte’), no fue hasta este montaje de Zweig que sintió locura.
Hemos de señalar que esta misma pasión por ’24’ la vivió también el recordado pintor Joaquín Torrents Ladó, creador de la Escuela Libre del Mediterráneo en su Palma natal, cuando Carolina de Mónaco, una de sus grandes valedoras y amigas, le encargó el vestuario y decorados de la obra de Zweig. Aquella en versión ballet clásico, con la que se recuperaron las funciones del mismo el 23 de diciembre de 1985 en el Teatro de la Ópera de Montecarlo, con música de Hervé Niquet y coreografía de Pierre Lacotte. Una función memorable a la que asistí.
Tremendamente emocionada por la belleza de los bocetos, que el artista dibujó a docenas, la princesa Carolina ofreció en palacio una cena al pintor y su reducido grupo de colaboradores y amigos, entre ellos Karl Lagerfeld. Compartí con Torrents Lladó (a quien me unió una gran amistad) todos estos acontecimientos y seguí el desarrollo de su arte especial, delicado, sutil, elegante y carismático. Realizó a lo largo de su corta vida (falleció a los 46 años), una enorme colección de retratos de la realeza y alta sociedad europea, así como de los más populares apellidos americanos, Kennedy incluido.
Retomemos estas ’24 hores’. Esta dona de Zweig, que suena a Stendhal por el rojo y negro de sus atuendos, aunque pudiera ser una heroína de cualquier cuento de Balzac, juega también en la ruleta de la vida y apuesta a lo que ella cree que es amor. Pero el ímpetu de su pasión es tal que envía la bola del destino demasiado lejos, impar y pasa.
Silvia Marsó la vive con una entrega total. Apasionada, desengañada, triste, conformada. Sabe que no hay vuelta atrás y que ese tren que se le escapó para Viena era el mismo que el de su vida. Vagones que nunca se pueden coger en marcha, y menos con la pesada carga de la pasión. La actriz está inmensa, perfecta de tono, impecable de voz en sus difíciles cantables, perfecta de físico: ella es la ‘Señora C’, no hay más vueltas que darle.
A su lado, Marc Parejo es el joven, el hombre, en abstracto, la referencia desesperada en la que no debió fijarse jamás, pero a veces las soluciones son pocas. Parejo, actor en la televisiva ‘Acacias 38’, tenía que estrenar la obra en Madrid cuando un accidente de moto truncó sus planes una días antes de los ensayos: sólo hará el papel en catalán durante estas escasas funciones, del 7 al 25 de noviembre, que luego la obra sigue su gira en castellano. Con ellos, Germán Torres en uno de esos personajes polivalentes donde la habilidad en hacerlos creíbles exige algo más que cambiar de atuendo. Forjados ambos en escuelas catalanas y trabajando en Madrid, estaban exultantes por esa oportunidad.
Completando este musical de cámara están Josep Farré (o Carlos Calvo Tapia, según días), que dirige el trío a los mandos del piano; al lado de Edurne Vila, al violín; y de Esther Vila, al violonchelo, de perfecta ejecución. Dirige Ignacio García -ausente por estar organizando un festival de teatro en México-, que ha dado a las luces (de Juanjo Llorens) magna importancia; y el vestuario lo firma Ana Garay, elegante y práctico, aunque a las hermanas del trío debería ajustarles sus vestidos charlestón. Arturo Martín Burgos ha dispuesto una estética minimalista con grandes telones de tul que manejan los actores y componen una escenografía ligera, como el paso de las horas, suave como la transición del día a la noche, inexorable como el tiempo.
*Foto de portada: Javier Camporbin.
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