Cuando alguien coloca como referente a Nueva York al hablar de cualquier asunto, me echo a temblar. La ciudad del Nuevo Mundo tiene corregidos y aumentados todos los problemas habidos y por haber, multiplicados al infinito dadas sus dimensiones. Y la verdad, lo primero que me viene a la cabeza es el asfalto, el imperdonable por no decir asqueroso asfalto neoyorquino, plagado de baches, agujeros negros de extrañas dimensiones, grietas y demás peligros no contemplados a priori en la selva humana.
Por eso cuando me invitaron a la apertura del hotel The Barcelona Collection Edition me temí lo peor. Porque lo primero que me aseguraron es que era “como de Nueva York”. Como hace un año que no voy por allí, olvidé la parte positiva de la ciudad que nunca duerme. Y me vino lo del dormir porque el reciente establecimiento abierto tiene un secreto en la parte del sótano. Allí hay un cabaret, que se llama Cabaret, y al que bajaremos dentro de un rato.
Primero repasemos la historia y echémosle un ojo al establecimiento. El edifico es discreto, elegante, matizado en pequeños tonos malva y con un discretísimo y práctico servicio de puerta. Está a dos pasos del Barrio Gótico, con la catedral a la derecha y pegado al mercado de Santa Catalina, allí donde hay un juego de barrios y es una amalgama de los de Sant Pere, Santa Caterina y la Ribera. Todo huele a noble.
Historia y modernidad, purificado por ese medio tono de los aromas que se dejan sentir pero no impregnan, esa atmósfera elegante que no empalaga y unas perspectivas de recogida y orgullosa exhibición. Es un hotel no para ser visto, sino para fisgar. Las zonas públicas son aéreas y te trasladan a un skyline de toda esta ciudad, Barcelona, que anda atropelladamente sin rumbo y con miedo a caerse en unas de esas grietas que recuerda, claro, a Nueva York.
Las terrazas son espléndidas, el mobiliario cómodo, el servicio con la sonrisa eterna. Las medidas de alcohol son (muy) escasas y los aperitivos incluidos tentadores a pedir más (bebida). Hay un salón donde sirven ponches y puedes convertir en tu oficina privada y un restaurante donde me dan su palabra de que las hamburguesas son deliciosas (aquí sí que acepto Nueva York como animal de referencia).
Por un lateral salgo a la calle y a tres metros leo ‘Cabaret’, en neón rojo pecado, más propio de un París perdido en el tiempo que de la capital americana. Quizá me esperan porque saben mi nombre, tanto una chica guapa como un corpulento y amable caballero, de riguroso negro. Bajo por una larga, bien diseñada, armónica y enigmática escalera -no sé, dos, tres pisos- y tras una puerta aparece el cabaret del Cabaret…
Sorpresa: la barra es una réplica de la del Studio 54 de Nueva York, el original de la calle 54 West, entre la 10th y la 11th (avenidas), creo recordar. Tiene estanterías donde nunca llegará nadie porque tocan el cielo de este pequeño y sofisticado infierno, repletas de botellas y espejos enmarcados en un soberbio y pesado cortinaje de terciopelo rojo pasión.
Y una sala diminuta donde sólo caben ochenta comensales distribuidos en un espacio tan escaso como exquisito. Un escenario de ovalada boca y telón de negra transparencia presagia turbios (no necesariamente dañinos) pensamientos y llegan los camareros con el menú que va por colores y en raciones suspiro. Cambio constante de cubiertos y platos de vajillas simpáticas, a veces déco, a veces Alvar Aalto. Exquisito.
Todo es mínimo en la sala. Y oscuro, muy oscuro. Una pelirroja prerafaelista deambula seguida por un enano que la ilumina con un foco. A veces desaparecen entre las columnas. Hay equilibristas en aros suspendidos del cielo y gimnastas pegados a las paredes. Apariciones mágicas y sensación de estar viendo algo que seguramente en Nueva York aún están por ver o lo tienen para uso y disfrute de algunos privilegiados.
Lo que no sé es si la audiencia local está preparada para esta experiencia tan conceptual, o si el turista admitirá la oferta como independentista (menú incluido). Luego se abre la fiesta y ahora sí es Nueva York a plena marcha. Gente variopinta, profesiones liberales hablando sin parar, colas en los baños, intentos de ligues, amagos de fracasos, carmín que sólo deja huella en la copa… lo de siempre.
Y ahora viene la historia. El artífice del complejo es Ian Schrager, fundador junto a Steve Rubel del mítico Studio 54, el original, allí donde las celeridades se desmadraban, corría la coca y el champagne, y Bianca Jagger entró a caballo (pero era el día de su cumpleaños). Había plantas secretas, las más deseadas, el sótano donde Elton John tenía una máquina para jugar al millón y el despacho de los jefes, donde por haber, hasta escondían el dinero negro y la droga.
En la versión española de la discoteca (antes Teatro Español, hoy Sala Barts) en el del americano Michael Hewwitt había un billar, una pecera gigante con pirañas y una pistola en el cajón. Lo más desconocido, la llamada patrulla del amanecer formada entre otros por Dodi Al-Fayed, Robin Williams y Christopher Reeve, que al cerrar Studio 54 seguían sus juergas por los antros del distrito el Meatpacking District, lugar que antes todos repudiaban y ahora mueren por tener un apartamento allí.
En estas coordenadas la cosa no podía ir peor. La policía detuvo a Steve Rubell, que moriría años más tarde, y a Ian Schrager, que resurgió de sus ceniza cumplida la pena y hoy está al frente de esta cadena selecta y chic, la Edition Collection, que con el apoyo y el alcance global, el operativo y la magnitud de la cadena Marriott, tiene ya sedes en Nueva York, Londres, Miami Beach, Shanghái, Sanya (China) y ahora, Barcelona. Muy pronto abrirá hoteles en Bangkok, Abu Dhabi, Times Square (Nueva York) y West Hollywood (Los Angeles).
Diferente, elegante, un lujo asequible y una oferta con un pedigrí que los más veteranos pueden utilizar para ligar con las más jovencitas, la docencia es un método que suele fallar poco. Y la tentación verbal es la más disculpable de todas, y la que menos afecta las integridades físicas, si la cosa no va a más.
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