La luz esculpe sombras en las rocas, alrededor del hotel Alto Atacama, en medio del desierto atacameño. O más precisamente, en medio de un circo rocoso espectral que me subyuga siempre que viajo al norte de Chile. En este alojamiento hemos reflexionando tantas veces sobre la Arquitectura de los Sentidos que ya no podría renunciar a la disciplina de imaginar, diseñar e instrumentar la causa de los hoteles singulares.
Tras escudriñar repetidamente, ansiosamente, la atormentada morfología del paisaje; después de imbuirnos gratamente de la genialidad del lugar; analizar en profundidad los pormenores de lo allí construido y saborear un sorbete de guayaba bajo la sombra de un algarrobo descomunal, solo queda concluir que la experiencia allí vivida no tiene un ápice de circense, ni un atisbo de parque temático. El desierto alrededor nos es tal cual. Sobrecogedor. Desgarrador. Magnético. Vibrante. Inasible. E insondable.
El hotel debe interpretar el lugar, solo eso. Me ha dado siempre miedo ese tópico buenista de que los hoteles deben integrarse en el paisaje, a veces fundirse con él. Temo que esa fusión signifique camuflaje, es decir, un atavío de artificialidad para no robarle protagonismo al entorno.
¿Qué puede sugerir la integración? ¿Acaso una pérdida de singularidad? ¿Una merma de personalidad? ¿O una negociación artificiosa entre lo existente y el poder ser? No, la arquitectura que proponemos, el arte sensorial, se erige en valedora del paisaje porque lo interpreta, extrae de él todo su valor, postula su condición y valida para siempre su atractivo esencial.
Volvemos a la Arquitectura de los Sentidos como un panegírico de las emociones. La luz no debería reflejarse en el objeto más allá de lo verdaderamente esencial. Por eso iluminamos mal, porque no aprendemos la simpleza de lo existente y nos sube el ego eso de mostrar la complejidad emocional en una paráfrasis de Sartre en su Bosquejo de una teoría de las emociones.
Volver a lo simple, realzar lo básico, se convierten en los atributos de nuestra condición humana. La luz, así vivida, ejerce de escultora en nuestros más profundos deseos y ensoñaciones.
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