Llegar a la conclusión médica y fehaciente de que una pareja no puede tener hijos no es fácil. A menudo se ha pasado por un largo periplo de intentos fallidos, ilusiones frustradas, pruebas invasivas, interminables esperas e infructuosos tratamientos. Contar con la certeza definitiva acerca de la imposibilidad biológica de concebir un hijo supone recibir una dura confirmación, pero al mismo tiempo lleva aparejado un único pero imprescindible factor positivo que es el de acabar de una vez por todas con la incertidumbre. La pareja se encuentra al fin ante una realidad tan dura como certera, ante la cual no cabe más afrontamiento que la aceptación de la infertilidad.
Y esa aceptación ni se logra de la noche a la mañana ni está exenta de esfuerzo y de dolor. Aceptar de manera definitiva que ese hijo biológico sin el cual uno no concebía su vida no va a llegar nunca implica despedirse de una parte de uno mismo, y ello pasa por hacer un complejo duelo existencial. La dificultad específica de tal duelo se deriva de lo atípico, lo trascendental y lo difuso o abstracto de la situación. El padre y la madre que no pueden concebir un hijo de forma natural y cuyas expectativas de vida pasaban necesariamente por la construcción de una familia biológica no se enfrentan a la pérdida de un hijo, pero sí a la pérdida de una parte de su identidad personal y de uno de los cimientos sobre los cuales se asentaba la unión de la pareja.
Me atrevo a decir, por muy controvertido que resulte, que el duelo en el que solo uno de los dos miembros de la pareja es infértil es casi mas complicado que aquel en el que ambos atraviesan exactamente la misma situación. Y esto es así porque todos los incómodos procesos emocionales que asaltan a la pareja en esta situación, como la rabia, la culpa, el auto reproche o la tristeza, se exacerban cuando ella además se ve empujada a cuestionar su feminidad y él hace lo propio con su virilidad en el contexto de una situación personal desigual que conduce a una irracional, pero inevitable, comparativa con el otro.
Tan importante es el resultado de este duelo que de él dependerá, en un primer momento, la continuidad y viabilidad de la pareja y, en segundo lugar, de él también dependerá la capacidad de la pareja para construir una nueva identidad y un nuevo proyecto de futuro en el que se contemplen, por ejemplo, la acogida o la adopción (no incluyo aquí directamente el vientre subrogado, que para una cantidad nada desdeñable de padres ya ha sido una opción, por el simple hecho de que su regulación no está contemplada en nuestra legislación). Solo las parejas que han superado este primer duelo existencial estarán óptimamente preparadas desde el punto de vista psicológico para hacerle frente a un proceso de adopción en el que quede garantizada la salud emocional tanto de los futuros papás como del menor adoptado y aun en desarrollo.
Para llegar a aceptar y reconocer de manera plenamente racional esa imposibilidad para traer al mundo a un hijo biológico se hace imprescindible que en la pareja exista una buena comunicación emocional, que ambos sean capaces de identificar y expresar sus emociones sin dañar al otro, que también dispongan de apoyos y de espacios de ventilación emocional externos a la pareja, que cuenten con ayuda profesional para no razonar de manera distorsionada ni se dejen llevar por interpretaciones desproporcionadamente catastrofistas que destruyan su autoestima, que ambos consideren a la pareja como un escenario de desarrollo personal que se añade a otros de los que ya disponen fuera de la pareja, que ambos sean capaces de sopesar las renuncias y las ganancias que la vida les ha planteado, y que juntos reivindiquen su compromiso de estar juntos como base para la construcción de un nuevo proyecto de vida. En definitiva, hace falta que los dos juntos puedan despedirse de la expectativa que nunca se materializará para centrarse en ese futuro que contempla otros retos que compartir.
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