Tenemos la falsa sensación de movernos por el mundo de manera siempre racional, siempre objetiva y siempre lógica. Lo cierto es que no es así. La conducta humana es mas irracional de lo que pensamos y muchas de las decisiones que tomamos a lo largo de la vida adolecen, precisamente, de falta de lógica y de falta de coherencia. El miedo, el amor, la impaciencia, la gula, la pereza, la avaricia, el deseo, la venganza, la altivez, el desánimo, la ira, la envidia, la vergüenza, la inseguridad… Algunos de ellos pecados capitales obvios; otros, igualmente perversos pero más encubiertos o menos reconocidos.
Amalgamas de emociones a menudo contradictorias entre sí se ponen al servicio de la irracionalidad y nos conducen a la perdición, porque nos empujan con urgencia a satisfacer nuestros más inconfesables impulsos en el corto plazo. En el largo plazo, por desgracia, lo que hacemos por un ‘mal motivo inmediato’ suele ser inconsistente con nuestros objetivos de vida. Ponemos piedras en nuestro propio camino: como cuando estamos a dieta y es la gula la que da al traste con días de esfuerzo; como cuando no llegamos a fin de mes por haber sucumbido ante la ostentación de un capricho que no podíamos permitirnos o como cuando estallamos en cólera en un momento de descontrol y dañamos alguna de nuestras relaciones personales más valiosas.
La influencia de las emociones sobre nuestras conductas es obvia. A nadie le cuesta reconocerla, incluso cuando está sucumbiendo ante ella en tiempo real. Sin embargo, aunque nos empeñemos, nuestras dificultades no se explican exclusivamente por la influencia directa de las emociones. Las situaciones que vamos experimentando, los mensajes que vamos recibiendo y las concusiones que vamos extrayendo, pulen a lo largo de toda la vida nuestra percepción sobre el mundo.
Son esos pensamientos, esas interpretaciones que se vuelven automáticas, las que más nos influyen. Porque no es una situación concreta la que determina nuestra vivencia emocional, es la interpretación subjetiva que de ella hacemos la que verdaderamente nos importa. El poder de la mente, de nuestras interpretaciones, es el tipo de influencia que nos cuesta (y mucho) reconocer, y el que por ello acarrea las consecuencias más dañinas, sibilinas y permanentes a lo largo del tiempo.
Son nuestros pensamientos los que determinan nuestros estados de ánimo, y también las conductas a los que éstos, a su vez, nos empujan. Podemos dudar de la conveniencia de una emoción, pero somos intransigentes a la hora de juzgar alguna de nuestras percepciones. «Así lo veo yo y así ha sido», nos decimos, pero olvidamos que nuestros pensamientos también se equivocan. El pensamiento es la herramienta de la que disponemos para interpretar el mundo. Se nos presenta bajo la forma de una percepción objetiva cuando, en realidad, es también una construcción personal.
Desde que somos pequeñitos vamos interiorizando ciertos sesgos perceptivos a la hora de hacer nuestras las vivencias cotidianas. Nuestras experiencias tempranas, el contexto social en el que nos relacionamos, la influencia de la cultura o el modelo que nuestros familiares nos ofrecen… Todo ello sesga nuestra forma de pensar, sin darnos apenas cuenta. Bajo la apariencia de la imparcialidad, nos hacen ver la vida a través de unas determinadas lentes que determinan la calidad de nuestra experiencia.
Y, al final, cómo interpretamos lo que nos sucede determina el tipo de experiencia que de ello se desprende. Estos son los sesgos más habituales que nos llevan a distorsionar nuestra propia realidad. Identificarlos es el primer paso para escapar de la falta de flexibilidad que nos imponen.
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